Por Pedro Delgado Fernández
Como en El Renacido, ese prewéstern del mexicano Iñárritu, las primeras páginas de El Corazón de Todo lo Existente nos trasladan a un territorio enorme, agreste y poco explorado por el que se mueven indígenas, tramperos y algún que otro soldado destinado, como en El desierto de los tártaros de Dino Buzzati, a un fortín abandonado de la mano de Dios en el que aguardar cualquier tipo de desgracia.
El Fuerte Laramie, levantado diecisiete años antes como un puesto de vanguardia solitario en el centro de aquella enorme extensión natural, dividía lo que se iba a conocer como la Ruta de Oregón. A lo largo de esos años, había evolucionado desde un puesto comercial aislado hasta un mercado bullicioso que atraía a comerciantes de pieles y a vendedores ambulantes de whisky de San Luis; a indios de todas las Llanuras que vendían mantos de piel de búfalo; y a comerciantes de caballos [...].
Al igual que el protagonista de la película, el al fin oscarizado DiCaprio, muchos de esos tramperos tenían lazos maritales con algunas tribus y pasaban largas temporadas viviendo con ellos. Tribus cuyos nombres quedaron en nuestro subconsciente, y que al oírlos nos resultan familiares: sioux, cheyenes, shoshones, lakotas, arapahoes, cuervos, comanches, pies negros, kiowas, crees, nez percés...
El título de este concienzudo ensayo, escrito a dos manos por Tom Clavin y Bob Drury, hace referencia a las sagradas colinas Black, que los sioux llaman Pahá Sápa, El corazón de todo lo existente. Y el subtítulo hace referencia a lo que nos vamos a encontrar dentro: La historia jamás contada de Nube Roja, un interesante y exhaustivo estudio del más poderoso de los jefes indios.
En ese grupo de brules había un guerrero llamado Hombre Solitario, cuya esposa oglala, Camina Como Piensa, estaba embarazada de su primer hijo. A principios de mayo, algunos de los sioux dijeron haber visto un meteoro rojo brillante atravesar el cielo nocturno sobre el campamento. Varios días después, Camina Como Piensa extendió una manta cepillada de piel de ciervo sobre un lecho de arena a las orillas del arroyo Blue Water y dio a luz a su primer hijo. Cuando Hombre Solitario anunció al grupo que le había puesto a su hijo el nombre del extraño incidente meteorológico para aplacar al Gran Espíritu, los brules coincidieron en que había obrado sabiamente. Y así fue como el niño pasó a llamarse Makhpiya-luta, o Nube Roja.
Es curioso, pero hay palabras que tienen una resonancia especial para los que nos criamos viendo películas del oeste y jugando a indios y vaqueros. Uno lee Nube Roja, Toro Sentado, Caballo Loco, Fuerte Laramie o Fort William y enseguida te retrotraes a la infancia, al pan con chocolate para merendar y a los muñequitos de plástico de Comansi, Montaplex, Exin West o Famobil. Aún conservo algunos de ellos y, por supuesto, siempre he tratado de inculcar en mis hijos ese gusto por el lejano oeste.
Algunos de mis muñecos Comansi de la infancia Fotografía: Pedro Delgado |
El libro recoge muy bien el conflicto que se produjo entre la civilización blanca y colonizadora y los indios de las praderas, empujados a luchar por su supervivencia. Un choque desigual, recogido en cientos de películas y libros, más o menos partidistas, que desembocó en la extinción de gran parte de la población indígena de América del Norte y la reubicación del resto en reservas. Aún así, Nube Roja, como también otros grandes jefes indios, no se lo puso fácil al Séptimo de Caballería, infringiéndole grandes pérdidas y una sonada derrota en la Batalla de Fetterman (descrita de forma pormenorizada en sus páginas) que llevó al gobierno de Washington a pedir, por primera vez bajo las condiciones de los indios, la paz. Un tratado que, como nos muestra la historia, los políticos no tardaron en incumplir.
El hombre blanco me hizo muchas promesas, pero solo cumplió una. Prometieron quitarme mi tierra, y me la quitaron.
Nube Roja
La ilusión del Lejano Oeste, Museo Thyssen-Bornemisza Fotografía: Lucía Rodríguez |
La ilusión del Lejano Oeste, Museo Thyssen-Bornemisza Fotografía: Lucía Rodríguez |
No somos más que pequeñas manadas de búfalos esparcidas. Los hombres blancos se asemejan a langostas que vuelan en enjambres tan densos que convierten el cielo entero en una tormenta de nieve. Podéis matar a uno, a dos, a diez, a tantos como hojas tienen los árboles del bosque y sus hermanos no los echarán en falta. Contad con los dedos durante todo un día y llegarán hombres blancos con armas en las manos más rápido de lo que contáis.
Cuervo Pequeño
Frederic Remington El trampero (The Mountain Man), 1903. Bronce pavonado Colección Carmen Thyssen-Bornemisza Fotografía: Lucía Rodríguez |
Para 1824, tramperos pendencieros y barbudos con ropas de ante habían ido en sus exploraciones más allá del Pahá Sápa, por el territorio del río Powder, hasta subir a las Rocosas y recorrer los grandes tramos de desiertos y llanuras alcalinas que llegaban al Pacífico. Se expandieron por las cordilleras en solitario, en grupos de dos y tres y en brigadas pequeñas, en calidad de "tramperos autónomos", o como hombres contratados por los grupos ya consolidados o por la nueva Rocky Mountain Fur Company. En su búsqueda de campos de pieles sin explotar, peinaron corrientes distantes y aisladas y gargantas de ríos "duros y violentos, que caían repetidas veces y se precipitaban por rápidos largos y furiosos". La recompensa eran presas de castores tan gruesas "que las aguas podían llegar a retirarse a las cascadas de arriba hasta dieciséis kilómetros".
Cabeza de búfalo y óleos sobre cartón de George Catlin Exposición La ilusión del Lejano Oeste, Museo Thyssen-Bornemisza Fotografía: Lucía Rodríguez |
Un cazador solitario equipado con un rifle Sharps de precisión y gran calibre era capaz de abatir cien búfalos de una tacada. Esta tecnología marcaría el inicio de una matanza extendida por todas las Llanuras que, en un periodo de cuatro décadas, redujo un total de treinta millones de animales a menos de mil. Se trató de la mayor aniquilación masiva de animales de sangre caliente en la historia de la humanidad, mucho peor que la ya acometida por las flotas de caza de ballenas en todo el mundo. Toro sentado se lamentaría años después: "Un viento frío atravesó la pradera cuando cayó el último búfalo. Un viento de muerte para mi pueblo".
Cuando los blancos mataban búfalos, despellejaban a los animales allí donde caían y dejaban pudrirse en la pradera todo lo demás, excepto las pieles y las lenguas. Los cazadores no le daban valor a la carne, pero para las tribus aquello era no solo un desperdicio físico criminal, sino una afrenta blasfema al espíritu de los animales, a la Madre Tierra, al mismísimo Aro Sagrado de la vida. Al acampar, por ejemplo, los cazadores blancos tenían por costumbre sacrificar una mula a cierta distancia para atraer a los lobos y luego rociar el cadáver de estricnina. Los cazadores no se preocupaban nunca de enterrar el veneno antes de marcharse, provocando así la agonía de las manadas de ponis indios, ya diezmadas, que pastaban después en esa zona. Y esos cazadores, desconocedores de lo insultante de sus actos, se preguntaban qué habían hecho para provocar represalias.
Exposición La ilusión del Lejano Oeste, Museo Thyssen-Bornemisza Maza comanche y fotografias en gelatina de plata Fotografía: Lucía Rodríguez |
La ilusión del Lejano Oeste, Museo Thyssen-Bornemisza Pipa sioux y fotografías de Edward Curtis Fotografía: Lucía Rodríguez |
La memoria es como cabalgar por un camino de noche con una antorcha encendida. La antorcha arroja su luz solo hasta un punto y, más allá, todo es oscuridad.
Antiguo dicho Lakota
Tocado, anterior a 1869 Cuero, púa de puercoespín, asta, tendón, pigmento y fibra vegetal Museo de América, Madrid Fotografía: Lucía Rodríguez |
Exposición La ilusión del Lejano Oeste, Museo Thyssen-Bornemisza Detalle de un tocado anterior a 1869 Museo de América, Madrid Fotografía: Lucía Rodríguez |
Vestido lakota, c. 1900-1923 Vidrio, cuero e hilo. Museo Nacional de Antropología, Madrid La ilusión del Lejano Oeste, Museo Thyssen-Bornemisza Fotografía: Lucía Rodríguez |
Nota: Pedro adora el mundo del wéstern y de los indígenas americanos, por lo que gustosa le he dejado escribir esta entrada. Mi único mérito son las fotos que la acompañan, tomadas en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid en noviembre de 2015. La muestra, que lleva unos meses en el Museo Carmen Thyssen de Málaga, concluye el próximo domingo 19 de marzo, así que aprovechad estos últimos días para visitarla.
La ilusión del Lejano Oeste, Museo Thyssen-Bornemisza Fotógrafía: Lucía Rodríguez |
Todos los textos a color están extraídos de El corazón de todo lo existente, de Tom Clavin y Bob Drury, editado por Capitán Swing con traducción de Esther Cruz Santaella.
http://capitanswing.com/libros/el-corazon-de-todo-lo-existente/