martes, 12 de mayo de 2020

¡FELIZ DÍA DE LA ENFERMERÍA!

Permitidme que me quede en mis tiempos, donde el género de un colectivo se determinaba por el de la mayoría de su componentes, y os desee: ¡Felicidades, enfermeras!

Cartel Día Internacional de la Enfermería. Junta de Andalucía

 Hoy, 12 de mayo, se celebra el Día Internacional de la Enfermería, una conmemoración establecida por el Consejo Internacional de Enfermería que se repite desde 1965; aunque no fue hasta 1975 cuando se estableció este día para su celebración en honor a la fecha de nacimiento de Florence Nightingale, pionera de la enfermería moderna.
 Es un día especial para el reconocimiento a la labor de la enfermería, marcado con un punto concreto en el calendario, pero que este año, debido a la situación mundial de pandemia, el homenaje lo estamos recibiendo de una forma más extensa y continua: en los aplausos de las ocho de la tarde, en canciones de famosos, en las palabras de los políticos, en la fabricación casera de mascarillas, pantallas protectoras y gorros...
 También desde el mundo del arte llegan los apoyos y los ánimos. Y como este blog va de eso, de arte, aquí os dejo constancia de aquello que me he ido encontrando, sobre todo en Instagram.

Game changer. Obra de Banksy
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 Hace unos días Banksy, dentro del misterio que siempre envuelve sus apariciones, dejaba un cuadro en el Hospital general de Southampton con esta nota: "Gracias por todo lo que estáis haciendo. Espero que esto ilumine un poco el lugar, aunque sea solo en blanco y negro". La obra se subastará en otoño y su recaudación irá destinada al NHS (Sistema Nacional de Salud).

 Al mismo tiempo, el fotógrafo Steve McCurry, de National Geographic, publicaba sus imágenes bajo esta reseña:
«En honor al Día de las Enfermeras. "La atención constante de una buena enfermera puede ser tan importante como la mejor operación de un cirujano."» - Dag Hammarskjold
*Dag Hammarskjold es político, economista y diplomático sueco, secretario general de la ONU entre 1953 y 196, y Nobel de la Paz en 1961.

Montaje realizado por Lucía Rodríguez a partir de las fotografías del post de Steve McCurry
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 Y en España, Tino Soriano, también ligado a National Geographic, nos homenajea con su trabajo fotográfico dedicado a la sanidad.

Fotografía de Tino Soriano perteneciente a la serie "Homenaje a la sanidad"
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 Por otra parte, las ilustraciones del iraní Alireza Pakdel, sobre la trágica batalla para frenar al coronavirus, llevan un tiempo dando la vuelta al mundo a través de las redes.

Algunas de las ilustraciones de Alireza Pakdel
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 Al igual que los carteles de Amplifierart, diseñados para la ocasión, que nos llegan desde todos los rincones del mundo.

Carteles de diseñadores gráficos en Amplifierart.
Montaje de Lucía Rodríguez con capturas de pantalla extraídas de la cuenta de Instagram

https://www.instagram.com/p/B_yJv9sJZha/?utm_source=ig_web_copy_link

 Y ya por último, anotar esta otra propuesta por parte de los pintores, que regalan su talento retratando a aquellos sanitarios que responden a la llamada de:


 Este es el resultado con las últimas publicaciones que aparece en la red en el momento de redactar esta entrada.

Captura de pantalla del inicio de la cuenta #retratosheroessincapa
https://www.instagram.com/explore/tags/retratosheroessincapa/?hl=es

 ¡Muchas gracias por vuestro apoyo!

jueves, 7 de mayo de 2020

"SEÑORES Y SIRVIENTES", DE PIERRE MICHON


Señores y sirvientes, de Pierre Michon
Fotomontaje: Lucía Rodríguez

No me gusta nada cuando leo una novela y he visto con anterioridad la película en la que está basada. No me deja que la imaginación vuele. ¡Ya le pongo cara y voz a los personajes! Como  me pasó con El cielo protector o El paciente inglés, donde Kit y Hana siempre tendrán la cara de Debra Winger y de Juliette Binoche.

 En Señores y sirvientes, el libro del francés Pierre Michon, no tenemos una película que nos distraiga con los protagonista, pero sucede algo parecido. La narración se visualiza a través de cuadros, los que han creado cada uno de los cinco pintores que aparecen en sus páginas, cuadros conocidos que se exhiben en los museos y que hemos estudiado en los libros de arte.

 En sus páginas, Michon nos presenta momentos de la vida de Van Gogh, Goya, Piero della Francesca, Watteau y Claudio de Lorena; narrados por alguien que en esos momentos pertenecía, o podría haber pertenecido, al entorno de cada uno de ellos. Y digo "podría" porque el libro está lleno de verdades pero también de invenciones; tan bien contadas y enlazadas –unas veces por un amigo, otras por un cura, un discípulo o una vecina– que parecen reales.

Goya, Van Gogh, Watteau, Piero della Francesca y Claudio de Lorena
Composición: Lucía Rodríguez

 Son cinco relatos cortos, que Pierre Michon aprovecha para hablarnos de arte, de su por qué y de su valor. Eso sí, no penséis que por ser cortos se leen rápido. Michon escribe largo, con frases que no acaban, y en las que hila una descripción con un sentimiento y un suceso, incluso con alguna alusión metafórica, que te llevan a buscar la mayúscula y a volver al inicio para no perderte nada. Es fácil –al menos a mí me ha pasado– evadirte entre sus palabras, como cuando en una película se te va el santo al cielo recreándote con la fotografía. Por eso, su lectura es lenta, de repasar, de tomártela con calma y silencio.
Un día, al fin, a Roulin le llegaron devueltas las cartas que le había escrito a Vincent, con una nota que quiero creer que llevaba la firma de Adeline Ravoux, la hija del fondista de Anvers, a quien éste había pintado en la flor de la vida, y toda de azul también, pero en la gama de los cobalto y no con azul de Prusia, como a Roulin; la joven Adeline, a quien quizá deseó a última hora, porque la tenía ante los ojos; cuyo vestido azul fue quizá lo último que vio, la visión que se llevó consigo, como suele decirse, pues es muy probable que lo atendiese en la buhardilla durante los dos días que duró la agonía más mísera del mundo, y la más ahumada, cuando Vincent apuraba, sin tregua, pipa tras pipa hasta el momento de la muerte, como lo aseguran los testigos, mientras, más arriba de ese fúnebre fumador, el sol caía con fuerza sobre Auvers. En esa carta decía: «El señor Vincent se mató mientras estaba viviendo con nosotros»; no decía: en los trigales; no decía: en escenarios naturales. No sabía escribir esa novela que tanto se ha escrito más adelante. Añadía que lo habían enterrado allí mismo, en Auvers, y que habían venido unos señores de París.
Adeline Ravoux y Roulin retratados por Van Gogh
Composición: Lucía Rodríguez

 Roulin, el cartero, fue retratado por Van Gogh repetidas veces. Lo he visto en tantas ocasiones, con formatos y fondos distintos, que ya sé quién se esconde entre estas líneas.
Lo poco que acerca de ello escribió Van Gogh, deja claro que el otro era alcohólico y republicano, es decir, que decía de sí mismo que era republicano, y creía serlo, y era alcohólico, con una profesión de ateísmo que el ajenjo enardecía; que era destemplado en el hablar y muy buenazo, y de eso da fe su fraternal conducta para con el desventurado pintor. Lucía una frondosa barba en forma de hierro de laya, gustosa de pintar, todo un bosque; cantaba nanas muy antiguas y cariacontecidas, estribillos de gaviero; y Marsellesas; parecía ruso, pero Van Gogh no concreta si mujik o barín; y, a ese respecto, también los retratos adolecen de indecisión. Tenía tres hijos y una mujer desmoronada más que a medias. ¿Qué hacer con él? Contemplo sus retratos contradictorios aunque, no obstante, en todos reconozco esos brazos azules, esos ojos velados, esa sacrosanta gorra. En éste, parece un personaje de icono, cualquier santo con nombre complicado, Nepomuceno o Crisóstomo, Abacir que entremezcla su barba florida con las flores celestiales; en aquel, es más bien un sátrapa con barba de Assur, cuadrada y brutal, pero lo hastía tanta sangre derramada, se nota a la perfección que esos ojos tan abiertos querrían cerrarse, que ese alma querría entregarse y esa mirada invertirse hacia tanto color amarillo como tiene detrás; en otro, se aviene a una mayor proximidad, se contiene para no reñirse socarronamente, es mi abuelo, es un chuan, un empleado de Correos, es un día en que el pintor y él habían empinado el codo en demasía; y por último, está al borde de esa zanja en que caen los borrachos a eso de las nueve de la noche.
Retratos de Roulin, el cartero, pintados por Van Gogh

 Y ahora, acompañado por su familia, ya le pongo vida.
Helos aquí, al día siguiente, frente a frente en ese estudio de la casa amarilla de cuyo aspecto no queda ya nadie con vida para hablarnos; y las paredes tampoco pueden decirnos nada: unas bombas norteamericanas de cobalto puro que cayeron en 1944 no dejaron piedra sobre piedra. Pero sabemos, por los cuadros, que las paredes estaban encaladas, es decir, que Van Gogh las pintaba del color que le parecía, y que los baldosines, bajo los pies, eran rojos, porque los pintaba rojos. Así que aquí fue donde se hizo cuadro, material algo menos mortal que la otra, en esta casucha invisible hoy y tan conocida como las torres de Manhattan; o quizá fue en casa del otro, del factor, desconocida hoy, secreta y recluida en el único recuerdo inefable que pueden tener las paredes, pero de la que sabemos que estaba entre los dos puentes del ferrocarril, y allí seguirá, pues, si es que los meteoritos norteamericanos no la destruyeron también; […] en una de esas dos casas, pues, pintó, uno tras otro, todos los miembros de esa sagrada familia tan proletariada como la Otra, generosa y suficiente; la sagrada familia que lo invitaba a confituras, a vino, a esas pequeñas alegrías dominicales que permiten que la gente siga viviendo; que lo recibía con los brazos abiertos, quizá para jorobar a los vecinos, pero más probablemente porque lo quería; y todos ellos a cambio, están en unos lienzos pequeños, del quince, dispersos, lejos de Arlés, por las capitales del mundo, y sirven de ejemplo para los vivos, no por haberlo invitado a confituras, sino por los cuadros en sí. Pintó a Armand, que tenía diecisiete años, que reñía con su padre, quería alistarse o reventar antes que entrar en Correos como su padre, quería no pegar clavo en la vida, […] Armand Roulin, que tenía la barbilla un poco huidiza y la nariz chata de su padre; que tenía ya en los ojos y en las sienes el  mismo velo que su padre, el de los ajenjos y la rebeldía desperdiciada; cuya joven rebeldía fracasó también por culpa del viento y las circunstancias, […] que fue orgulloso sin motivo para serlo, pero al que el pelirrojo dio un aspecto muy digno, orgulloso con razón, como devoto de etiquetas, de cuestiones de honra, con una corbata blanca y una chaqueta amarillo mimosa, efebo y hosco como un general del Imperio, elegante como un Manet, un milord del Café de Athènes, como un hijo de España; al que Van Gogh dio un aspecto muy digno, pero al estilo de Van Gogh, es decir, cenagoso y rutilante, advenedizo.
Retrato de Armand Roulin. Obra de Vincent van Gogh
Pintó también al tierno infante, el pobre Camille, que no es sino légamo mal amasado tocado con una gorra de colegial, envuelto en azul turquí, inmerso en la púrpura de una pared; y, en esa púrpura, cenagoso; […]
El colegial (Camille Roulin). Obra de Vincent Van Gogh
[…] y a Augustine, llevando en brazos a la niña pequeña, a Marcelle, el bulto de ropa sucia nacido en julio, nacido de la semilla de Roulin, a quien Poulin bautizó sin cura y a su estilo, como hacen los republicanos, […]
Augustine Roulin con su bebé. Obra de Vincent Van Gogh
[…] y a Augustine otra vez, sola, señora de Roulin, la soltera de Pellicot, la que acuna, de una pieza, melodramática, vieja como los caminos, como canturreándoles ensimismada desde su isla de la entraña de Arlésa lejanos navieros, con las manos terrosas en oración, pero la cabeza bien perfilada y resplandeciente sobre el fondo de las dalias Veronese, dalia millones, el mismo prado celestial que el de Abatir, su santo esposo.
La Berceuse, retrato de Madame Roulin. Obra de Vincent Van Gogh

 En esta época de Vincent Van Gogh en Arlés, el cartero Roulin le sugirió una generosa carpeta de retratos, pero el pintor despertó en él dudas sobre el arte que aún, casi siglo y medio más tarde, nos seguimos preguntando. ¿Qué provoca el arte?, ¿qué es la pintura?, ¿cómo se manifiesta?, ¿cómo se maneja el mercado del arte?...
[…] la cuestión  que le andaba rondando el pensamiento y, sin duda, no llegaba al nivel de las palabras, pero lo exaltaba y lo colmaba de gran compasión y devoción por el pintor, era la siguiente: se preguntaba por qué artimaña, más perversa que aquella con la que los notarios se incautaron de la república en el 93, por qué peculiar rareza, eso que él creía que era, y que efectivamente era, la pintura, es decir, una tarea humana como cualquier otra, cuya misión consiste en representar lo que está a la vista, de la misma forma que hay tareas que tiene por misión que crezca el trigo o se multiplique el dinero, una tarea pues que se aprende y se transmite, y produce cosas visibles cuyo destino es hacer bonito  en las casas de los ricos o que se cuelgan en las iglesias para arrebatar las almitas de las hijas de María, y en las prefecturas para llamar a los jovencitos a la milicia, a la carrera de las armas, a las Colonias, cómo y por qué, se preguntaba, ese oficio útil y nítido se había convertido en aquella anomalía despótica abocada a la nada, vacía, aquella empresa catastrófica que, a ambos lados de su travesía entre un hombre y el mundo, lanzaba, a diestra, los restos del pelirrojo muerto de hambre, deshonrado, camino del manicomio y consciente de ello, y, a siniestra, esas comarcas deformes a fuerza de tanta elaboración, esos rostros irreconocibles quizá de tanto querer no parecerse sino al hombre, y ese mundo rezuman de un número excesivo de apariencias inhabitables, y astros demasiado cálidos, y aguas para ahogarse en ellas. Allende al melonar, van al paso unos jinetes camargueses, unos vaqueros anteriores a Hollywood, oscuros de arriba abajo, con sus sombreros y sus garrochas, porque el camino está oscuro bajo los robles; Van Gogh no los pinta, lo suyo ahora es el amarillo de cromo número tres, el sol puro; está sudando; Roulin vuelve a plantearse, a su manera, el enigma de las bellas artes.
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Ante la botella, ya sin lacre, el factor intentó saber por qué era Vincent un gran pintor; y el otro le explicó como pudo eso que ni él sabía, eso que nadie sabe; así que Roulin, que asentía con mucha formalidad, se quedó como estaba. El dandy habló de su profesión, de los americanos que saben lo que es hermoso y lo demuestran con sus dólares, de los cuadros de Vincent y Gauguin que ya estaban subiendo rumbo al cielo en las torres de Manhattan, más elevadas y más santas que las de Notre-Dame de la Garde; así que ahí era adonde iba a parar, en última instancia, esos rollos que se enviaron por «pequeña velocidad» en Arlés, en el año 88; es posible que, sin que sirviera de precedente, le divirtiera a Roulin lo tunos que eran los capitalistas.
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Le debía a aquel joven  el haber conocido a un gran pintor, el haber visto y tocado algo en modo invisible, y no a un pobretón a quien se invita a confituras. Y aquel joven, que había aprendido a usar el dinero, como se veía en la chaqueta que llevaba, por sus ademanes, por sus finezas, sabría usar aquel cuadro que ellos tenían, le sacaría mejor provecho. Claro que era un bribón, como lo son todos; pero Roulin, puesto a cavilar, como ya he dicho, era capaz, igual que cualquier hombre, de vislumbrar, al hacerlo, algunos destellos verdaderos o falsos. Roulin cayó en la cuenta de que solo robaba a los muy ricos, quienes, de todas formas, se lo podían permitir […] 
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¿Quién decidirá qué cosas son hermosas y por ello valen mucho entre los hombres o no valen nada? ¿Lo deciden acaso nuestros ojos, que son iguales, los de Van Gogh, los del factor y los míos? ¿Lo deciden acaso nuestros corazones […]
 Así, Pierre Michon, a la vez que repasa episodios vividos por esos cinco pintores, nos introduce en los sentimientos, inquietudes, preocupaciones y dudas de todo artista. Emociones y situaciones que hay que aprender a manejar, y sacarle provecho, como la paciencia, la constancia en el trabajo y la fe en uno mismo; la obsesión y el genio creativo, también el ego y las adulaciones; la lucha por crear una obra maestra; o el enamorarse de la escena que se va pintar.
¿Sabe usted qué es la dicha, señora mía? Esas temporadas de la vida, que con frecuencia pertenecen a la juventud, aunque no siempre, en que uno tiene fe en sí mismo sin tomarse por otro diferente, en que tiene la esperanza de que dentro de un año, dentro de diez años, se hallará al fin colmado, es decir, que habrá llegado a donde quiere llegar, que tendrá lo que quiere tener, que será de una vez por todas lo que desea ser, y lo seguirá siendo; de momento, se sufre, se es algo menos o algo más que uno mismo, pero dentro de diez años ya estará donde quiere estar: y en ese leve sufrimiento consiste la dicha; y todas sabemos que durante esos cinco o seis años Goya fue feliz. Tenía paciencia, quería ser mediocre, se disponía a hacer carrera; para ello, por supuesto, era un tanto charlatán, con una pizca de impostura, talento para el color, para las zalemas a los príncipes, las reverencias, las conversaciones envaradas o rebosantes de ingenio acerca de los maestros, de la técnica, del remate, del resultado: todo ello en compañía de Bayeu, que se tomaba por Mengs; y de Mengs, moribundo ya, pero que no se apeaba del burro de creer que era la encarnación de la teoría en persona hecha pinceles; […]. No, lo serio de verdad, aquello en lo que consiste la pintura, es trabajar igual que rema un galeote en el mar, con rabia e impotencia: y cuando está rematado el trabajo, cuando se abren por un momento las puertas del presidio, cuando está colgado el lienzo, hay que decir a todos, a los príncipes, que se lo creen, al pueblo, que se lo cree, a los pintores, que no se lo creen, que a uno le salió la obra de golpe, contra la propia voluntad y en un milagro acuerdo con ella, casi sin cansancio, igual que una primavera que brotase en la punta de los pinceles, en decir que un algo se adueñó de la mano y la fue guiando de la misma forma que los putti con un solo dedo sujetan un carro; y ese algo es Tiepolo redivivo, […]. 
 Jugó Goya a ese juego durante cinco o seis años, y ahora con dicha y éxito, porque (¿se lo he dicho ya a usted?) ahora sabía pintar, y no ignoraba que sabía pintar. No es que creyese en su pintura, como suele decirse; no es que a partir de ese momento, creyese en la Pintura, en ese algo inaccesible, cuya ausencia y asechanza lo habían torturado antaño, aquella dolorosa esperanza que quizá se había adueñado de él siendo niño, entre santos dorados que lo miraban, le pedían algo, en aquella quimera, más fugaz que una sombra y nunca vislumbrada, fruto de la prodigiosa conjunción de una mano y un limitado espacio que sería el mundo; y el mundo nacería de esa mano. Sí, señora mía, lo que deseó antaño fue que el galeote firmase el mar con su propia mano; y como eso era imposible, ¿por qué no regresar a su banco, entre sus semejantes, penando, dichoso quizá, esperando el rancho, remando? La pintura no era más que eso; y, si no era más que eso, él sabía pintar. Es más que probable que fuese feliz, amarrado a su banco, en la calle del Reloj; Pepa le preparaba el rancho, los príncipes querían una cacería de codornices, una merienda campestre, un columpio, y él pintaba, sin exagerar la nota, fusiles y codornices, racimos de uva, un jamón bajo los árboles, con delicados tonos azules, con tonos rosa, con tonos rojos esperados, pero que parecen brotar espontáneamente, Giaquinto tal cual. ¡Qué descanso! Pensó que por fin había acabado la lucha. Iría ascendiendo tranquilamente, camino de su muerte, la de un  pintor excelente.
Un pavo muerto y Aves muertas. Francisco de Goya
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Dos mañanas le llevó pintar mi rostro en ese templete glaciar que he mencionado. Por lo demás, el lienzo estaba ya casi acabado cuando yo llegué: era un Pierrot de gran tamaño, con las manos colgando y el porte de un simple. […] Me quedé atónito ante aquella cosa grande y blanca; él fingió caer en la cuenta de mi apuro, que, por descontado, tenía previsto; se disculpó mucho –y reía– y yo hice por reírme también: ¿no era acaso mi rostro el de un hombre cualquiera? Y, además, ¿quién iba a reconocerme en las casa de los gentileshombres en las que estaría colgado nuestro cuadro? Empecé a posar. […]
 Hablaba poco mientras pintaba, pero maldecía mucho. No llevaba ni peluca ni gorro, y sí un camisola inverosímil; se limpiaba los pinceles en las medias; sumemos a ello su expresión ofuscada, su flacura; era, en una palabra, un pintor como el vulgo se imagina a los pintores, como yo también me los imagino: vanos y verídicos, muy afectados y muy serios, y es harto posible que en esa afectación consista esa seriedad, que sólo ella los persuada de que son pintores y los obligue a pintar, escenas pastoriles u obras maestras, bufonadas o Apariciones; ellos también, qué remedio, se toman por luminarias. Y el mío ponía en ello un gran empeño.
Pierrot, Antoine Watteau
Yo tenía que socorrerlo y sabía perfectamente que las exhortaciones piadosas no le hacían sino poco efecto; no sé por qué se me ocurrió alabar sus cuadros, a mí, que tan mal puedo opinar sobre ellos y no me había atrevido a hacerlo ni poco ni mucho hasta entonces; no pedía él, por lo demás, a nadie opinión alguna, ponía coto en esa agraviada o socarrona confianza en sí mismo de la que ya he hablado. Le dije, pues, el placer que me causaban sus obras, sus horizontes y sus marquesas. ¿Cómo no me había percatado de que padecía la enfermedad del orgullo? Se enderezó a medias, apoyándose en el codo, y me miró fijamente; es probable que fuera ésta la primera vez en que le parecía yo interesante, en que era yo algo más que ese Zani que le inspiraba afecto, ese cura del que se burlaba; un poco lo compensaba de sus penalidades, mas no lo suficiente, nunca sería lo suficiente. Ejercí de hipócrita y le aseguré que, al final, había conseguido simular el mundo; era una mentira tan burda que no pude seguir con ella.
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Y, en medio del cielo colmado de embriaguez y cantos, Lorentino puso un trozo hermoso de más allá, esa aureola que marcó a punzón, que rodeó de lirios y amasó con oro; y, con la cabeza así tocada, el santo cortaba el manto con manos de modista, blandas y exaltadas, puntillosas, no se había apeado del caballo y se inclinaba como una madre joven hacia el anciano mendigo; y, de remate, un niño muy serio sujetaba las riendas y nos miraba, un niño que era la esperanza en persona, ángel o joven criado, de mejillas  sonrosadas, descalzo en las violetas de los bosques. Lorentino reía al dar aquel color violeta. Quién puede saber qué fue. Pero fue una obra maestra, porque Lorentino puso en ella lo mejor de sí mismo, se la dedicó a quien había que hacerlo, y lo mejor de cada cual dedicado a quien hay que dedicárselo es, qué duda cabe, una obra maestra.
  Diosa estuvo mirándolo mucho durante todo el tiempo que tardó en pintar aquel cuadro: pues tenía en todo esa misma mano que antaño puso sobre ella, pero no sabía en qué la estaba poniendo. Se dijo que quizá pudiera tener vestidos, aunque ahora más bien los tendría Angioletta. 
 Y Bartolomeo sí tenía un maestro. El discípulo vio trabajar a un maestro entre el Miércoles de Ceniza y Pascua. No sabemos qué hizo él, quizá una obra maestra también, cuando andaba por los sesenta, o quizá nada.
San Louis de Toulouse
Obra de Lorentino de Arezzo
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Se hincaban a pie firme, sin prisa, respingaban la nariz, olfateaban el aire, con una extensa mirada neutra abarcan los horizontes, la escapada de los caminos, los rebaños; cruzaban unas cuantas palabras, titubeaban o argumentaban, hacían de repente un ademán amplio y algo parecía interesarlos muy mucho, allá, por donde caía un bosque ralo en el que se desplomaba una cascada escasa, delante de una lindes donde la luz y la sombra se disputaban las frondas de la misma forma que lo hacen mientras dura el verano sin que de ese tropezar nazca nada que no sean frondas: así que se señalaban mutuamente esto o aquello y yo también miraba hacia aquellos lugares y abría mucho los ojos para ver qué había por allí que resultase tan pasmoso, una bella durmiendo en aquel bosque y, por qué no, orinando, o una madona de verdad alzándose en pleno cielo, mas sólo había hojas y agua, y cielo. Yo soplaba a más y mejor en el silbato. Ellos salían un tanto de su éxtasis estrambótico; sacaban de la funda del arzón sus diminutas herramientas, papeles y minas, se ponían a gusto, sentados a lo sastre, cruzando las botas, o recalaban en un talud y se pasaban las horas muertas haciendo dibujillos. Sí, eso es, eran los pintores.
Paisaje con Santa María de Cervello, de Claudio de Lorena

 Muchos siglos han transcurrido desde los inicios de la historia del arte. Han mejorado los materiales, las técnicas y los procedimientos, han evolucionado los estilos y también los intereses, pero la esencia del arte y de los artistas sigue siendo la misma. Algo perpetuo e invariable que nos sobrevivirá.

Los textos a color pertenecen a la tercera edición de Señores y sirvientes, de Pierre Michon. Editado por Anagrama en una traducción de María Teresa Gallego Urrutia.