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sábado, 30 de enero de 2021

MANET POR SÍ MISMO

Ana María Matute, que fue profesora visitante en varias universidades norteamericanas en 1965, solía decirle a sus alumnos al inicio del curso:

"Vosotros tenéis profesores de Literatura que os acercan a la Literatura como yo no sé hacer, pero es que yo soy la Literatura."
 Me he acordado de esa frase al leer Manet por sí mismo (Editorial Plaza & Janés), porque no se trata de un libro de Historia del Arte que nos acerque a la vida del pintor, sino que es el propio Manet abriéndose en canal para disfrute nuestro.

Manet por sí mismo, Edición de Juliet Wilson-Bareau
Editorial Plaza & Janés

 Durante los días que he estado enfrascada en sus páginas, el pintor ha compartido conmigo su vida, su obra y sus pensamientos, acercándome de una forma increíble a su persona.
 La verdad es que echo en falta este tipo de publicaciones donde el autor se desnuda y nos muestra su manera de ser, de pensar, de sentir, sus ideas y sentimientos. Cartas a Theo de Vincent Van Gogh y Cartas, la correspondencia de Miguel Ángel reeditada recientemente por Alianza, son buenos ejemplos de lo que digo.


 Juliet Wilson-Bareau, historiadora especializada en arte español y francés, sobre todo en Goya y Manet, ha sido la encargada de mostrarnos al artista desde la propia voz del pintor, como si de un autorretrato se tratara.

Este magnífico libro demuestra la unidad esencial del arte y la vida de Manet. Mientras que los críticos de su época lo tachaban de “incoherente”, él juzgaba la gran diversidad de su obra como su valor más positivo, ya que reflejaba la espontaneidad y la fuerza de sus respuestas ante el mundo que le rodeaba. Sus primeras cartas, escritas a sus padres antes de convertirse en estudiante de Bellas Artes, ya revelaban su agudo poder de observación, así como su inclinación hacia los enfoques radicales y libres que fueron una de las fuerzas motrices del arte elegante burgués.

Las opiniones de este artista parisino se reflejaban en todas sus conversaciones y en las cartas que escribió a su familia, sus amigos, a Baudelaire, a Pantin-Latour, a Duret, a Mallarmé y, en especial, a Zola. Además la conversación de Manet era tan animada y sus chistes tan sorprendentes que también subsisten muchos recuerdos fiables de sus palabras. De su correspondencia y conversaciones se desprenden sus esperanzas y temores, los éxitos y fracasos de este carácter artístico tan sumamente activo.
Del prólogo de Manet por sí mismo

 Os dejo con algunos fragmentos de la publicación:

A Henry Fantin-Latour (3 septiembre 1865) desde el Gran Hotel de París, Puerta del Sol, Madrid, domingo por la mañana.

Cómo le echo de menos y cuánto le hubiera gustado ver a este Velázquez, sólo por conocer su obra vale la pena haber hecho todo el viaje; los pintores de todas las escuelas que lo rodean en el museo de Madrid, y que están muy bien representados, parecen a su lado unos aficionados. Es el mejor pintor de todos; no me ha sorprendido, me ha encantado. El retrato de cuerpo entero que tenemos en el Louvre no es de él;

Basado en el retrato de Felipe IV vestido de cazador de Velázquez
Manet, 1862
 

sólo la autenticidad de la Infanta no puede ponerse en duda. Aquí hay un cuadro enorme, lleno de personajes pequeños similares a los que hay en el cuadro del Louvre llamado los Caballeros,

Basado en Los pequeños caballeros de Velázquez, Manet (aprox. 1858-1859)

pero la representación de las mujeres, así como la de los hombres, quizá sea de mayor calidad y, sobre todo, están completamente exentos de restauración. El fondo (el paisaje) es de un alumno de Velázquez.

 La obra más sorprendente de esta espléndida colección, y probablemente la pintura más sorprendente que jamás se haya hecho, es el cuadro indicado en el catálogo como retrato de un actor célebre en tiempos de Felipe IV; el fondo desaparece, parece que sea aire lo que rodea a ese hombre vestido de negro y lleno de vida; y las Hilanderas, el bello retrato de Alonso Cano, las Meninas (con los enanos): ¡otro cuadro extraordinario! Los filósofos… ¡qué obras más sorprendentes! También los enanos, sobre todo uno que está sentado de frente y en jarras: una pintura de calidad para un verdadero entendido. Y sus magníficos retratos, habría que mencionarlo todo, sólo hay obras maestras. El famoso retrato de Carlos V realizado por Tiziano, verdaderamente merecedor de su fama, en cualquier otro lugar me habría parecido bien, pero aquí, comparándolo con los demás, parece de madera.

 Y Goya, el más curioso después del maestro, al que ha imitado demasiado y del modo más servil. Pero a pesar de ello tiene una gran inspiración. En el museo hay dos bellos retratos ecuestres suyos al estilo de Velázquez, que de todos modos son bastantes inferiores. Lo que he visto de él hasta ahora no me ha gustado demasiado; estos días voy a ver una magnífica colección suya en la casa del duque de Osuna.

 Me siento contrariado, hace mal tiempo esta mañana  me temo que la corrida de toros que debía celebrase esta tarde, y a la que me gustaría asistir, se posponga para no sé cuándo. Mañana iré a visitar Toledo. Veré obras del Greco y de Goya que, según me han dicho, están muy bien representados allí.

 Madrid es una ciudad agradable, llena de distracciones. Los paseos por El Prado son muy placenteros, está lleno de mujeres bonitas con mantilla, (…)

            En El Prado, aprox. 1863                                Flor exótica, 1868

 En las calles se observa una gran variedad de trajes; los toreros también tiene un traje de calle muy curioso.

 Adiós, querido Fantin, reciba un saludo, atentamente suyo.

 É. Manet

(Del capítulo El viaje a España, septiembre de 1865)

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Relatado por Émile Zola (publicado 10 de mayo de 1868)

[Durante las sesiones de su retrato] No, no puedo hacer nada sin la naturaleza. No sé inventar. Cuando he intentado pintar basándome en las lecciones que he aprendido, no he hecho nada que valiera la pena. Si hoy soy mejor es gracias a la interpretación exacta y al análisis fiel.

(Del capítulo Baudelaire y Zola)

Retrato de Émile Zola, 1868

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Relatado por Antonin Proust (sin fecha)

[…] Estamos en el camino equivocado. ¿Quién ha dicho que el dibujo es la escritura de la forma? La verdad es que el arte desde de ser la escritura de la vida. Es decir, en las Escuelas de Bellas Artes se hacen obras bellas, pero constituyen un trabajo despreciable (…).

 Un artista debe ser “espontáneo”. Ésta es la palabra correcta. Pero para tener espontaneidad, hay que dominar el arte. Los tanteos no conducen a ninguna parte. Hay que traducir lo que uno siente, pero traducirlo instantáneamente, para decirlo de algún modo. Se habla del esprit de l’escalier, o una manifestación tardía en respuesta a algo que ya ha pasado. Nunca se habla de l’esaclier de l’esprit, o la escalera que conduce a la sensatez y sabiduría. Sin embargo hay mucha gente que intenta subirla y nunca llegan al final, dada la dificultad para subir un solo escalón. En realidad, nos damos cuenta de que lo que hicimos el día anterior ya no está de acuerdo con lo que hacemos al día siguiente.

 Personalmente, me importa muy poco lo que se haya dicho sobre el arte. Pero si tuviera que dar una opinión, la expondría así: todo lo que tiene espíritu de humanidad, espíritu de contemporaneidad es interesante. Todo lo que carece de ello no tiene ningún valor.

(Del capítulo Conversaciones de Manet sobre el arte)

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Relatado por Georges Jeanniot (1882)

En arte, la concisión es una necesidad y una cuestión de elegancia. El hombre conciso hace reflexionar, el hombre verboso aburre. Buscad siempre la concisión… En una figura, buscad las zonas esenciales de luz y sombra; el resto saldrá por sí solo, a menudo sin necesidad de un gran esfuerzo.  Puesto que la naturaleza tan sólo nos proporciona información, debéis cultivar la memoria, que es como una barandilla que impide caer en la trivialidad… Hay que ser siempre el dueño y señor y hacer lo que nos divierta. ¡Que no sea un castigo, no, nunca un castigo!

(Del capítulo Conversaciones de Manet sobre el arte)

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Relatado por Gaston La Touche (hacia 1878)

 Le agradezco que haya pensado en mí, pero no puedo tomar alumnos. Además, ¿qué podría enseñarle? Nada; o muy pocas cosas que puedo resumir en un par de frases: el negro no existe, ésta es la primera frase; no haga nada cuya visión se base en la obra de otra persona, ésta es la segunda. Así, que márchese a su casa y pinte tan sólo a partir de la naturaleza, que es mucho más importante que los Sres. X, Y y Z.

(Del capítulo Conversaciones de Manet sobre el arte)

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Relatado por Antonin Proust (1876)

Los museos siempre me han desesperado. Siento una gran tristeza cuando entro en uno y veo la apariencia miserable de las pinturas. Los visitantes y los guardas, todos pululan. Los retratos no tienen vida. Sin embargo, entre los retratos están (haciendo un chasquido con la lengua) los Velázquez, los Goya, los Hals y, entre los nuestros, los Largillère, los Nattier, porque hay que reconocer que esos bribones sabían lo que hacían. Quizás pequen de ser demasiados ordenados, pero nunca perdían de vista la naturaleza, ¡Y los Clouet! Cuando pienso que se dio preferencia al Rosso y el Primatticio sobre Clouet.

(Del capítulo Conversaciones de Manet sobre el arte)

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Relatado por Stéphane Mallarmé [publicado el 30 de septiembre de 1876]

(Versión en español de la traducción inglesa de 1876 del texto francés extraído) Cada vez que se empieza un cuadro… uno se lanza de cabeza a ello y se siente como un hombre que sabe que el método más seguro de aprender a nadar sin ningún riesgo es, por peligroso que pueda ser, lanzarse al agua (…) Nadie debería pintar un paisaje y una figura siguiendo el mismo procedimiento, ni con el mismo conocimiento, ni de la misma forma; y lo que es más, ni siquiera dos paisajes o dos figuras. Cada obra debe de ser una nueva creación de la mente. Es cierto que la mano conservará algunas técnicas secretas que ha adquirido, pero el ojo debe olvidar todo lo que ha visto y aprender una nueva lección a partir de lo que se le presenta. Debe dejar de lado los recuerdos, ver solo lo que estamos mirando, como si fuera la primera vez; y la mano debe convertirse en una abstracción impersonal guiada únicamente por la voluntad, olvidadiza de toda habilidad anterior.

(Del capítulo Conversaciones de Manet sobre el arte)

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 Relatado por Antonin Proust (1879-1882)

Esta guerra de cuchillos me ha herido profundamente. He sufrido mucho, pero ha sido un gran estímulo. Desearía que ningún artista fuera alabado y lisonjeado cuando está empezando. Esto destruye su personalidad. ¡Qué estúpidos! No han cesado de decirme que soy contradictorio: no podían decirme nada más elogioso. Mi ambición siempre ha sido mantener esta contradicción, no repetir mañana lo que hice ayer, sino responder constantemente con una visión fresca e intentar hacer escuchar una nueva nota.

 ¡Ah! Los inmóviles que siguen una fórmula, se aferran a ella y se hacen ricos, pero ¿qué tiene eso que ver con el arte? ¿Puedes decírmelo? Por el contrario, la función del hombre que tiene ingenio es dar un paso adelante, un paso significativo. La gente del próximo siglo será muy afortunada, amigo mío; su visión estará más desarrollada que la nuestra. Verán mejor.

(Del capítulo Conversaciones de Manet sobre el arte)

 Manet, entre sus dudas e inquietudes, marca sus propias pautas para desarrollar su pintura. Pautas que deberíamos de tomar casi a modo de mandamientos:

–Cada obra debe de ser una nueva creación de la mente.

–No aferrarse a la fórmula que te dio el éxito.

–No perder de vista la naturaleza.

–No pintar basándose en la obra/visión de otro artista.

–Buscar siempre la concisión.

–Ningún artista debería ser alabado y lisonjeado en sus inicios.


Nota: los textos en color y las imágenes que los acompañan pertenecen a Manet por sí mismo, editado por Plaza & Janés.


sábado, 10 de octubre de 2020

CHARLOTTE, DE DAVID FOENKINOS


Charlotte Salomon

Un 10 de octubre, como el de hoy, moría Charlotte Salomon, gaseada, como otras tantas mujeres, en Auschwitz. Tenía veintiséis años, y estaba embarazada. Dejaba tras de sí una cantidad ingente de pinturas, una obra autobiográfica (¿Vida? ¿O teatro?) de la que se valió el francés David Foenkinos para escribir su novela Charlotte. La rescataba de esa manera del olvido en el que había caído la pintora alemana de origen judío.

 Han pasado cinco años desde que Alfaguara la publicó en España, y no recuerdo a través de qué suplemento cultural me llegó la noticia. Me llamó la curiosidad que el texto estuviese escrito sólo con frases cortas. Con un punto y aparte tras cada latigazo. «¿Cómo se puede escribir una novela así?», me pregunté. Y al momento deseé leerlo. Sin embargo, no recaló en mis manos hasta hace poco. Fue justo después del confinamiento, en nuestra primera visita a la librería Proteo. Entre los lomos, apretados y bien alineados, vi lo último del autor francés, Hacia la belleza, y entonces me acordé de Charlotte y le pedí a Miguel Ángel que me lo encargara.

Charlotte, de David Foenkinos
Fotografía: Lucía Rodríguez

 Atrapada en el texto, sin reparar en sus frases mínimas, descubrí a una artista que hizo del arte su motivo de vida. Foenkinos la descubrió una tarde de 2004 en una exposición en París.

Y luego, descubrí la obra de Charlotte.

Por la mayor de las casualidades.

No sabía qué iba a ver.

Había quedado para comer con una amiga que trabajaba en un museo.

Me dijo: deberías ir a ver la exposición.

Fue cuanto me dijo.

Es posible que añadiera: debería gustarte.

Pero no estoy seguro.

Ninguna premeditación.

Me condujo a la sala.

Y fue algo inmediato.

La sensación de haber encontrado por fin lo que andaba buscando.

El desenlace inesperado a mis atracciones.

Mis vagabundeos me habían conducido al lugar adecuado.

Lo supe en el preciso momento instante en que descubrí ¿Vida? ¿O teatro?

Todo cuanto me era querido.

Todo cuanto me tenía trastornado desde hacía años.

Warburg y la pintura.

Los escritores alemanes.

La música y la fantasía.

La desesperación y la locura.

Ahí estaba todo.

En un estallido de colores.


La complicidad inmediata con alguien.

La sensación extraña de haber estado ya en un sitio.

Todo eso me daba la obra de Charlotte.

Ya conocía lo que estaba descubriendo.

 Así es como nos lo cuenta el propio escritor en la novela, entremezclando su Yo con las vivencias de la pintora, haciéndonos partícipes de ambas historias.

Me he pasado años tomando notas.

He recorrido su obra sin cesar.

He citado o recordado a Charlotte en varias de mis novelas.

He intentado escribir este libro muchísimas veces.

Pero ¿cómo?

¿Debía incluirme en él?

¿Debía novelar su historia?

¿Qué forma debía adoptar mi obsesión?

Empezaba, probaba, luego renunciaba.

No conseguía escribir dos frases seguidas.

Me quedaba varado en todos los puntos.

Imposible progresar.

Era una sensación física, una opresión.

Sentía la necesidad de poner punto y aparte para respirar.


Entonces caí en la cuenta de que había que escribirlo así.

 Todo un acierto la forma y el tono de Foenkinos, que condensa por completo la esencia de Charlotte sin pretensiones retóricas ni rellenos innecesarios. Es una lectura sensible, sin sensiblería, dulce y dolorosa, real e imaginada.

Charlotte Salomon con su padre

 Charlotte Salomon fue una joven marcada por la cultura, la música y el arte; también por el suicidio de familiares, el horror de la guerra y el nazismo. Desde joven tuvo claro que su camino era la pintura.

Charlotte se pasa semanas pintando, una tras otra, naturalezas muertas.
En alemán, naturaleza muerta se dice Stilleben: vida silenciosa.
La vida silenciosa, esa expresión que le encaja tan bien a Charlotte.
Charlotte no puede expresar lo que siente.
Sin embargo, va mejorando en dibujo.
Encuentra un camino entre el academicismo que estudia y los modernos.
Admira muchísimo a Van Gogh, descubre a Chagall.
Siente veneración por Emil Nodel, de quien acaba de leer la siguiente frase:
«Me gusta que parezca que un cuadro se ha pintado a sí mismo».
También está Munch, desde luego, y Kokoschka y Beckmann.
Ya sólo le importa la pintura. Se ha vuelto una obsesión.
Tiene que intentar a toda costa entrar en Bellas Artes.
Prepara la prueba de ingreso con ahínco.
El demonio se adueña de ella.
Albert y Paula consideran que esa pasión va tomando un cariz inquietante.
Pero, al contrario, es un gozo.
Charlotte, que se había sentido tan perdida, ha hallado su camino.

Obra de Charlotte Salomon

 A pesar de las pegas de la comisión de admisión, por su condición de judía, será admitida en la Academia de Bellas Artes de Berlín. Incluso ganará el concurso que organiza la academia por primavera. Sin embargo, no podrá recoger el trofeo.

Es imposible darle ese premio.

Se trata de una ceremonia que llama mucho la atención.

Dirían que la escuela se está judaizando.

Para la propia candidata resultaría arriesgado. 

Se convertiría inmediatamente en una diana. 

Correría el peligro de que la encerrasen.


[…] Ludwig no sabe por dónde empezar.

Debería ser un momento jubiloso.

Sin embargo, está desencajado.

Por fin le anuncia que es premiada.

Pero no le deja tiempo para expresar lo dichosa que es.

Atenúa la noticia con la decisión de los profesores.

No podrá recoger el trofeo.

Dos emociones contradictorias golpean a Charlotte.

Es una alegría y es un sufrimiento.

Está de acuerdo en que no puede aparecer en público.

Desde hace dos años es una sombra.

Pero lo de hoy es tan injusto.

 Años después, Charlotte tendrá que exiliarse en Francia, en la casa de Ottilie Moore que fue para ella madre y mecenas. Por su nacionalidad, y ante el ataque alemán, será recluida en el campo de refugiados de Gurs, donde coincidirá con la filósofa Hannah Arendt. De allí sería liberada gracias a la intermediación de una enfermera. Sumida en una crisis existencial, se volcará en su pintura. Aconsejada por el Dr. Moridis, dedicará esos años críticos (1941-1942) a trabajar con rigor y tenacidad, exteriorizando sus miedos, secretos y vivencias en pinturas al guache. Escenas de gran expresividad y colorido, algunas acompañadas de textos y referencias a temas musicales –toda una intención  de acercarnos a su esencia por completo– que configuran su biografía al modo de las novelas gráficas.

Obra de Charlotte Salomon

Obra de Charlotte Salomon

Obra de Charlotte Salomon

 Cuando se siente amenazada por los nazis, Charlotte recopilará sus pinturas en una maleta que el Dr. Moridis será el encargado de preservar.

Charlotte está delante de la consulta de Moridis.

Llama a la puerta.

Le abre el doctor en persona.

Ah… Charlotte, dice.

Ella no contesta.

Lo mira. Y le alarga la maleta.

Diciendo es toda mi vida.


Gracias a Moridis sabemos que dijo esa frase.

ES TODA MI VIDA.

¿Qué significa exactamente?

Le entrego una obra que cuenta toda mi vida.

O bien: le entrego una obra tan importante como mi propia vida.

O tal vez: Es toda mi vida porque mi vida ha terminado.

¿Significa que va morir?

 Desgraciadamente, Charlotte fue delatada, detenida y llevada al campo de concentración de Auchswitz, donde sería víctima de la sinrazón nazi.

 Por mediación de Moridis, y como era su deseo, la maleta con su obra se le entregó a Ottilie Moore, quien a su vez se la dio al padre y la madrastra de Charlotte en 1947. En 1961, la obra fue expuesta en Holanda, y en 1971 se donó al Museo Histórico Judío de Ámsterdam, donde se puede ver en la actualidad.

 Como no quiero pisaros nada con ningún fragmento más del libro, tan solo voy a mostraros algunas pinturas de Charlotte, y que sean éstas, junto con la reseña, las que os despierten el interés por la novela.

Obra de Charlotte Salomon

Obra de Charlotte Salomon

Obra de Charlotte Salomon

Obra de Charlotte Salomon

El suicidio de la madre
Obra de Charlotte Salomon

¿Vida? ¿O teatro?, obra de Charlotte Salomon

Nota: Todos los textos a color pertenecen a la 4ª edición de Charlotte, de David Foenkinos, publicada por la editorial Alfaguara en agosto de 2019, con una traducción del francés de María Teresa Gallego Urrutia y Amaya García Gallego.

jueves, 7 de mayo de 2020

"SEÑORES Y SIRVIENTES", DE PIERRE MICHON


Señores y sirvientes, de Pierre Michon
Fotomontaje: Lucía Rodríguez

No me gusta nada cuando leo una novela y he visto con anterioridad la película en la que está basada. No me deja que la imaginación vuele. ¡Ya le pongo cara y voz a los personajes! Como  me pasó con El cielo protector o El paciente inglés, donde Kit y Hana siempre tendrán la cara de Debra Winger y de Juliette Binoche.

 En Señores y sirvientes, el libro del francés Pierre Michon, no tenemos una película que nos distraiga con los protagonista, pero sucede algo parecido. La narración se visualiza a través de cuadros, los que han creado cada uno de los cinco pintores que aparecen en sus páginas, cuadros conocidos que se exhiben en los museos y que hemos estudiado en los libros de arte.

 En sus páginas, Michon nos presenta momentos de la vida de Van Gogh, Goya, Piero della Francesca, Watteau y Claudio de Lorena; narrados por alguien que en esos momentos pertenecía, o podría haber pertenecido, al entorno de cada uno de ellos. Y digo "podría" porque el libro está lleno de verdades pero también de invenciones; tan bien contadas y enlazadas –unas veces por un amigo, otras por un cura, un discípulo o una vecina– que parecen reales.

Goya, Van Gogh, Watteau, Piero della Francesca y Claudio de Lorena
Composición: Lucía Rodríguez

 Son cinco relatos cortos, que Pierre Michon aprovecha para hablarnos de arte, de su por qué y de su valor. Eso sí, no penséis que por ser cortos se leen rápido. Michon escribe largo, con frases que no acaban, y en las que hila una descripción con un sentimiento y un suceso, incluso con alguna alusión metafórica, que te llevan a buscar la mayúscula y a volver al inicio para no perderte nada. Es fácil –al menos a mí me ha pasado– evadirte entre sus palabras, como cuando en una película se te va el santo al cielo recreándote con la fotografía. Por eso, su lectura es lenta, de repasar, de tomártela con calma y silencio.
Un día, al fin, a Roulin le llegaron devueltas las cartas que le había escrito a Vincent, con una nota que quiero creer que llevaba la firma de Adeline Ravoux, la hija del fondista de Anvers, a quien éste había pintado en la flor de la vida, y toda de azul también, pero en la gama de los cobalto y no con azul de Prusia, como a Roulin; la joven Adeline, a quien quizá deseó a última hora, porque la tenía ante los ojos; cuyo vestido azul fue quizá lo último que vio, la visión que se llevó consigo, como suele decirse, pues es muy probable que lo atendiese en la buhardilla durante los dos días que duró la agonía más mísera del mundo, y la más ahumada, cuando Vincent apuraba, sin tregua, pipa tras pipa hasta el momento de la muerte, como lo aseguran los testigos, mientras, más arriba de ese fúnebre fumador, el sol caía con fuerza sobre Auvers. En esa carta decía: «El señor Vincent se mató mientras estaba viviendo con nosotros»; no decía: en los trigales; no decía: en escenarios naturales. No sabía escribir esa novela que tanto se ha escrito más adelante. Añadía que lo habían enterrado allí mismo, en Auvers, y que habían venido unos señores de París.
Adeline Ravoux y Roulin retratados por Van Gogh
Composición: Lucía Rodríguez

 Roulin, el cartero, fue retratado por Van Gogh repetidas veces. Lo he visto en tantas ocasiones, con formatos y fondos distintos, que ya sé quién se esconde entre estas líneas.
Lo poco que acerca de ello escribió Van Gogh, deja claro que el otro era alcohólico y republicano, es decir, que decía de sí mismo que era republicano, y creía serlo, y era alcohólico, con una profesión de ateísmo que el ajenjo enardecía; que era destemplado en el hablar y muy buenazo, y de eso da fe su fraternal conducta para con el desventurado pintor. Lucía una frondosa barba en forma de hierro de laya, gustosa de pintar, todo un bosque; cantaba nanas muy antiguas y cariacontecidas, estribillos de gaviero; y Marsellesas; parecía ruso, pero Van Gogh no concreta si mujik o barín; y, a ese respecto, también los retratos adolecen de indecisión. Tenía tres hijos y una mujer desmoronada más que a medias. ¿Qué hacer con él? Contemplo sus retratos contradictorios aunque, no obstante, en todos reconozco esos brazos azules, esos ojos velados, esa sacrosanta gorra. En éste, parece un personaje de icono, cualquier santo con nombre complicado, Nepomuceno o Crisóstomo, Abacir que entremezcla su barba florida con las flores celestiales; en aquel, es más bien un sátrapa con barba de Assur, cuadrada y brutal, pero lo hastía tanta sangre derramada, se nota a la perfección que esos ojos tan abiertos querrían cerrarse, que ese alma querría entregarse y esa mirada invertirse hacia tanto color amarillo como tiene detrás; en otro, se aviene a una mayor proximidad, se contiene para no reñirse socarronamente, es mi abuelo, es un chuan, un empleado de Correos, es un día en que el pintor y él habían empinado el codo en demasía; y por último, está al borde de esa zanja en que caen los borrachos a eso de las nueve de la noche.
Retratos de Roulin, el cartero, pintados por Van Gogh

 Y ahora, acompañado por su familia, ya le pongo vida.
Helos aquí, al día siguiente, frente a frente en ese estudio de la casa amarilla de cuyo aspecto no queda ya nadie con vida para hablarnos; y las paredes tampoco pueden decirnos nada: unas bombas norteamericanas de cobalto puro que cayeron en 1944 no dejaron piedra sobre piedra. Pero sabemos, por los cuadros, que las paredes estaban encaladas, es decir, que Van Gogh las pintaba del color que le parecía, y que los baldosines, bajo los pies, eran rojos, porque los pintaba rojos. Así que aquí fue donde se hizo cuadro, material algo menos mortal que la otra, en esta casucha invisible hoy y tan conocida como las torres de Manhattan; o quizá fue en casa del otro, del factor, desconocida hoy, secreta y recluida en el único recuerdo inefable que pueden tener las paredes, pero de la que sabemos que estaba entre los dos puentes del ferrocarril, y allí seguirá, pues, si es que los meteoritos norteamericanos no la destruyeron también; […] en una de esas dos casas, pues, pintó, uno tras otro, todos los miembros de esa sagrada familia tan proletariada como la Otra, generosa y suficiente; la sagrada familia que lo invitaba a confituras, a vino, a esas pequeñas alegrías dominicales que permiten que la gente siga viviendo; que lo recibía con los brazos abiertos, quizá para jorobar a los vecinos, pero más probablemente porque lo quería; y todos ellos a cambio, están en unos lienzos pequeños, del quince, dispersos, lejos de Arlés, por las capitales del mundo, y sirven de ejemplo para los vivos, no por haberlo invitado a confituras, sino por los cuadros en sí. Pintó a Armand, que tenía diecisiete años, que reñía con su padre, quería alistarse o reventar antes que entrar en Correos como su padre, quería no pegar clavo en la vida, […] Armand Roulin, que tenía la barbilla un poco huidiza y la nariz chata de su padre; que tenía ya en los ojos y en las sienes el  mismo velo que su padre, el de los ajenjos y la rebeldía desperdiciada; cuya joven rebeldía fracasó también por culpa del viento y las circunstancias, […] que fue orgulloso sin motivo para serlo, pero al que el pelirrojo dio un aspecto muy digno, orgulloso con razón, como devoto de etiquetas, de cuestiones de honra, con una corbata blanca y una chaqueta amarillo mimosa, efebo y hosco como un general del Imperio, elegante como un Manet, un milord del Café de Athènes, como un hijo de España; al que Van Gogh dio un aspecto muy digno, pero al estilo de Van Gogh, es decir, cenagoso y rutilante, advenedizo.
Retrato de Armand Roulin. Obra de Vincent van Gogh
Pintó también al tierno infante, el pobre Camille, que no es sino légamo mal amasado tocado con una gorra de colegial, envuelto en azul turquí, inmerso en la púrpura de una pared; y, en esa púrpura, cenagoso; […]
El colegial (Camille Roulin). Obra de Vincent Van Gogh
[…] y a Augustine, llevando en brazos a la niña pequeña, a Marcelle, el bulto de ropa sucia nacido en julio, nacido de la semilla de Roulin, a quien Poulin bautizó sin cura y a su estilo, como hacen los republicanos, […]
Augustine Roulin con su bebé. Obra de Vincent Van Gogh
[…] y a Augustine otra vez, sola, señora de Roulin, la soltera de Pellicot, la que acuna, de una pieza, melodramática, vieja como los caminos, como canturreándoles ensimismada desde su isla de la entraña de Arlésa lejanos navieros, con las manos terrosas en oración, pero la cabeza bien perfilada y resplandeciente sobre el fondo de las dalias Veronese, dalia millones, el mismo prado celestial que el de Abatir, su santo esposo.
La Berceuse, retrato de Madame Roulin. Obra de Vincent Van Gogh

 En esta época de Vincent Van Gogh en Arlés, el cartero Roulin le sugirió una generosa carpeta de retratos, pero el pintor despertó en él dudas sobre el arte que aún, casi siglo y medio más tarde, nos seguimos preguntando. ¿Qué provoca el arte?, ¿qué es la pintura?, ¿cómo se manifiesta?, ¿cómo se maneja el mercado del arte?...
[…] la cuestión  que le andaba rondando el pensamiento y, sin duda, no llegaba al nivel de las palabras, pero lo exaltaba y lo colmaba de gran compasión y devoción por el pintor, era la siguiente: se preguntaba por qué artimaña, más perversa que aquella con la que los notarios se incautaron de la república en el 93, por qué peculiar rareza, eso que él creía que era, y que efectivamente era, la pintura, es decir, una tarea humana como cualquier otra, cuya misión consiste en representar lo que está a la vista, de la misma forma que hay tareas que tiene por misión que crezca el trigo o se multiplique el dinero, una tarea pues que se aprende y se transmite, y produce cosas visibles cuyo destino es hacer bonito  en las casas de los ricos o que se cuelgan en las iglesias para arrebatar las almitas de las hijas de María, y en las prefecturas para llamar a los jovencitos a la milicia, a la carrera de las armas, a las Colonias, cómo y por qué, se preguntaba, ese oficio útil y nítido se había convertido en aquella anomalía despótica abocada a la nada, vacía, aquella empresa catastrófica que, a ambos lados de su travesía entre un hombre y el mundo, lanzaba, a diestra, los restos del pelirrojo muerto de hambre, deshonrado, camino del manicomio y consciente de ello, y, a siniestra, esas comarcas deformes a fuerza de tanta elaboración, esos rostros irreconocibles quizá de tanto querer no parecerse sino al hombre, y ese mundo rezuman de un número excesivo de apariencias inhabitables, y astros demasiado cálidos, y aguas para ahogarse en ellas. Allende al melonar, van al paso unos jinetes camargueses, unos vaqueros anteriores a Hollywood, oscuros de arriba abajo, con sus sombreros y sus garrochas, porque el camino está oscuro bajo los robles; Van Gogh no los pinta, lo suyo ahora es el amarillo de cromo número tres, el sol puro; está sudando; Roulin vuelve a plantearse, a su manera, el enigma de las bellas artes.
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Ante la botella, ya sin lacre, el factor intentó saber por qué era Vincent un gran pintor; y el otro le explicó como pudo eso que ni él sabía, eso que nadie sabe; así que Roulin, que asentía con mucha formalidad, se quedó como estaba. El dandy habló de su profesión, de los americanos que saben lo que es hermoso y lo demuestran con sus dólares, de los cuadros de Vincent y Gauguin que ya estaban subiendo rumbo al cielo en las torres de Manhattan, más elevadas y más santas que las de Notre-Dame de la Garde; así que ahí era adonde iba a parar, en última instancia, esos rollos que se enviaron por «pequeña velocidad» en Arlés, en el año 88; es posible que, sin que sirviera de precedente, le divirtiera a Roulin lo tunos que eran los capitalistas.
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Le debía a aquel joven  el haber conocido a un gran pintor, el haber visto y tocado algo en modo invisible, y no a un pobretón a quien se invita a confituras. Y aquel joven, que había aprendido a usar el dinero, como se veía en la chaqueta que llevaba, por sus ademanes, por sus finezas, sabría usar aquel cuadro que ellos tenían, le sacaría mejor provecho. Claro que era un bribón, como lo son todos; pero Roulin, puesto a cavilar, como ya he dicho, era capaz, igual que cualquier hombre, de vislumbrar, al hacerlo, algunos destellos verdaderos o falsos. Roulin cayó en la cuenta de que solo robaba a los muy ricos, quienes, de todas formas, se lo podían permitir […] 
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¿Quién decidirá qué cosas son hermosas y por ello valen mucho entre los hombres o no valen nada? ¿Lo deciden acaso nuestros ojos, que son iguales, los de Van Gogh, los del factor y los míos? ¿Lo deciden acaso nuestros corazones […]
 Así, Pierre Michon, a la vez que repasa episodios vividos por esos cinco pintores, nos introduce en los sentimientos, inquietudes, preocupaciones y dudas de todo artista. Emociones y situaciones que hay que aprender a manejar, y sacarle provecho, como la paciencia, la constancia en el trabajo y la fe en uno mismo; la obsesión y el genio creativo, también el ego y las adulaciones; la lucha por crear una obra maestra; o el enamorarse de la escena que se va pintar.
¿Sabe usted qué es la dicha, señora mía? Esas temporadas de la vida, que con frecuencia pertenecen a la juventud, aunque no siempre, en que uno tiene fe en sí mismo sin tomarse por otro diferente, en que tiene la esperanza de que dentro de un año, dentro de diez años, se hallará al fin colmado, es decir, que habrá llegado a donde quiere llegar, que tendrá lo que quiere tener, que será de una vez por todas lo que desea ser, y lo seguirá siendo; de momento, se sufre, se es algo menos o algo más que uno mismo, pero dentro de diez años ya estará donde quiere estar: y en ese leve sufrimiento consiste la dicha; y todas sabemos que durante esos cinco o seis años Goya fue feliz. Tenía paciencia, quería ser mediocre, se disponía a hacer carrera; para ello, por supuesto, era un tanto charlatán, con una pizca de impostura, talento para el color, para las zalemas a los príncipes, las reverencias, las conversaciones envaradas o rebosantes de ingenio acerca de los maestros, de la técnica, del remate, del resultado: todo ello en compañía de Bayeu, que se tomaba por Mengs; y de Mengs, moribundo ya, pero que no se apeaba del burro de creer que era la encarnación de la teoría en persona hecha pinceles; […]. No, lo serio de verdad, aquello en lo que consiste la pintura, es trabajar igual que rema un galeote en el mar, con rabia e impotencia: y cuando está rematado el trabajo, cuando se abren por un momento las puertas del presidio, cuando está colgado el lienzo, hay que decir a todos, a los príncipes, que se lo creen, al pueblo, que se lo cree, a los pintores, que no se lo creen, que a uno le salió la obra de golpe, contra la propia voluntad y en un milagro acuerdo con ella, casi sin cansancio, igual que una primavera que brotase en la punta de los pinceles, en decir que un algo se adueñó de la mano y la fue guiando de la misma forma que los putti con un solo dedo sujetan un carro; y ese algo es Tiepolo redivivo, […]. 
 Jugó Goya a ese juego durante cinco o seis años, y ahora con dicha y éxito, porque (¿se lo he dicho ya a usted?) ahora sabía pintar, y no ignoraba que sabía pintar. No es que creyese en su pintura, como suele decirse; no es que a partir de ese momento, creyese en la Pintura, en ese algo inaccesible, cuya ausencia y asechanza lo habían torturado antaño, aquella dolorosa esperanza que quizá se había adueñado de él siendo niño, entre santos dorados que lo miraban, le pedían algo, en aquella quimera, más fugaz que una sombra y nunca vislumbrada, fruto de la prodigiosa conjunción de una mano y un limitado espacio que sería el mundo; y el mundo nacería de esa mano. Sí, señora mía, lo que deseó antaño fue que el galeote firmase el mar con su propia mano; y como eso era imposible, ¿por qué no regresar a su banco, entre sus semejantes, penando, dichoso quizá, esperando el rancho, remando? La pintura no era más que eso; y, si no era más que eso, él sabía pintar. Es más que probable que fuese feliz, amarrado a su banco, en la calle del Reloj; Pepa le preparaba el rancho, los príncipes querían una cacería de codornices, una merienda campestre, un columpio, y él pintaba, sin exagerar la nota, fusiles y codornices, racimos de uva, un jamón bajo los árboles, con delicados tonos azules, con tonos rosa, con tonos rojos esperados, pero que parecen brotar espontáneamente, Giaquinto tal cual. ¡Qué descanso! Pensó que por fin había acabado la lucha. Iría ascendiendo tranquilamente, camino de su muerte, la de un  pintor excelente.
Un pavo muerto y Aves muertas. Francisco de Goya
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Dos mañanas le llevó pintar mi rostro en ese templete glaciar que he mencionado. Por lo demás, el lienzo estaba ya casi acabado cuando yo llegué: era un Pierrot de gran tamaño, con las manos colgando y el porte de un simple. […] Me quedé atónito ante aquella cosa grande y blanca; él fingió caer en la cuenta de mi apuro, que, por descontado, tenía previsto; se disculpó mucho –y reía– y yo hice por reírme también: ¿no era acaso mi rostro el de un hombre cualquiera? Y, además, ¿quién iba a reconocerme en las casa de los gentileshombres en las que estaría colgado nuestro cuadro? Empecé a posar. […]
 Hablaba poco mientras pintaba, pero maldecía mucho. No llevaba ni peluca ni gorro, y sí un camisola inverosímil; se limpiaba los pinceles en las medias; sumemos a ello su expresión ofuscada, su flacura; era, en una palabra, un pintor como el vulgo se imagina a los pintores, como yo también me los imagino: vanos y verídicos, muy afectados y muy serios, y es harto posible que en esa afectación consista esa seriedad, que sólo ella los persuada de que son pintores y los obligue a pintar, escenas pastoriles u obras maestras, bufonadas o Apariciones; ellos también, qué remedio, se toman por luminarias. Y el mío ponía en ello un gran empeño.
Pierrot, Antoine Watteau
Yo tenía que socorrerlo y sabía perfectamente que las exhortaciones piadosas no le hacían sino poco efecto; no sé por qué se me ocurrió alabar sus cuadros, a mí, que tan mal puedo opinar sobre ellos y no me había atrevido a hacerlo ni poco ni mucho hasta entonces; no pedía él, por lo demás, a nadie opinión alguna, ponía coto en esa agraviada o socarrona confianza en sí mismo de la que ya he hablado. Le dije, pues, el placer que me causaban sus obras, sus horizontes y sus marquesas. ¿Cómo no me había percatado de que padecía la enfermedad del orgullo? Se enderezó a medias, apoyándose en el codo, y me miró fijamente; es probable que fuera ésta la primera vez en que le parecía yo interesante, en que era yo algo más que ese Zani que le inspiraba afecto, ese cura del que se burlaba; un poco lo compensaba de sus penalidades, mas no lo suficiente, nunca sería lo suficiente. Ejercí de hipócrita y le aseguré que, al final, había conseguido simular el mundo; era una mentira tan burda que no pude seguir con ella.
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Y, en medio del cielo colmado de embriaguez y cantos, Lorentino puso un trozo hermoso de más allá, esa aureola que marcó a punzón, que rodeó de lirios y amasó con oro; y, con la cabeza así tocada, el santo cortaba el manto con manos de modista, blandas y exaltadas, puntillosas, no se había apeado del caballo y se inclinaba como una madre joven hacia el anciano mendigo; y, de remate, un niño muy serio sujetaba las riendas y nos miraba, un niño que era la esperanza en persona, ángel o joven criado, de mejillas  sonrosadas, descalzo en las violetas de los bosques. Lorentino reía al dar aquel color violeta. Quién puede saber qué fue. Pero fue una obra maestra, porque Lorentino puso en ella lo mejor de sí mismo, se la dedicó a quien había que hacerlo, y lo mejor de cada cual dedicado a quien hay que dedicárselo es, qué duda cabe, una obra maestra.
  Diosa estuvo mirándolo mucho durante todo el tiempo que tardó en pintar aquel cuadro: pues tenía en todo esa misma mano que antaño puso sobre ella, pero no sabía en qué la estaba poniendo. Se dijo que quizá pudiera tener vestidos, aunque ahora más bien los tendría Angioletta. 
 Y Bartolomeo sí tenía un maestro. El discípulo vio trabajar a un maestro entre el Miércoles de Ceniza y Pascua. No sabemos qué hizo él, quizá una obra maestra también, cuando andaba por los sesenta, o quizá nada.
San Louis de Toulouse
Obra de Lorentino de Arezzo
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Se hincaban a pie firme, sin prisa, respingaban la nariz, olfateaban el aire, con una extensa mirada neutra abarcan los horizontes, la escapada de los caminos, los rebaños; cruzaban unas cuantas palabras, titubeaban o argumentaban, hacían de repente un ademán amplio y algo parecía interesarlos muy mucho, allá, por donde caía un bosque ralo en el que se desplomaba una cascada escasa, delante de una lindes donde la luz y la sombra se disputaban las frondas de la misma forma que lo hacen mientras dura el verano sin que de ese tropezar nazca nada que no sean frondas: así que se señalaban mutuamente esto o aquello y yo también miraba hacia aquellos lugares y abría mucho los ojos para ver qué había por allí que resultase tan pasmoso, una bella durmiendo en aquel bosque y, por qué no, orinando, o una madona de verdad alzándose en pleno cielo, mas sólo había hojas y agua, y cielo. Yo soplaba a más y mejor en el silbato. Ellos salían un tanto de su éxtasis estrambótico; sacaban de la funda del arzón sus diminutas herramientas, papeles y minas, se ponían a gusto, sentados a lo sastre, cruzando las botas, o recalaban en un talud y se pasaban las horas muertas haciendo dibujillos. Sí, eso es, eran los pintores.
Paisaje con Santa María de Cervello, de Claudio de Lorena

 Muchos siglos han transcurrido desde los inicios de la historia del arte. Han mejorado los materiales, las técnicas y los procedimientos, han evolucionado los estilos y también los intereses, pero la esencia del arte y de los artistas sigue siendo la misma. Algo perpetuo e invariable que nos sobrevivirá.

Los textos a color pertenecen a la tercera edición de Señores y sirvientes, de Pierre Michon. Editado por Anagrama en una traducción de María Teresa Gallego Urrutia.