martes, 23 de abril de 2019

CHRISTINE SPENGLER: ENTRE LA LUZ Y LA SOMBRA. AUTOBIOGRAFÍA DE UNA CORRESPONSAL DE GUERRA


La autobiografía de Christine Spengler con el artículo de Antonio Javier López
Fotografía: Lucía Rodríguez

Me encontré la hoja recortada del periódico sobre la mesa de la cocina, y desde el papel Christine Spengler me miraba en una pose que tenía más que ver con Lindsay Kemp que con la aguerrida reportera de guerra que fue en su día.
La pionera del fotoperiodismo Christine Spengler protagoniza un documental premiado en el Festival de Málaga 
'Moonface, una mujer en la guerra' recibe la Biznaga de Plata en la sección 'Afirmando los derechos de la mujer'
 Nada más empezar a leer me enrabié conmigo misma por no haberme enterado en su momento de que proyectaban la película en el festival. Mi único consuelo, saber que me haré con el dvd o el blu ray en cuanto salga.


 Leí el artículo de Antonio Javier López, y luego busqué en internet el trailer del documental por pura necesidad, por oír su voz y ver su forma de moverse, algo que tuve que ficcionar en mi mente este verano mientras leía Entre la luz y la sombra. Autobiografía de una corresponsal de guerra. El libro me llegó de manos de Sergio Camacho, a quien le debo éste y otros tantos descubrimientos.
 En 400 páginas Christine se disecciona por dentro y nos revela todo aquello que no alcanza a contarnos con sus imágenes: sus sentimientos, sus pérdidas, sus compañeros, sus amigos, sus amores… La acompañamos de guerra en guerra, y su mirada se convierte en la nuestra, viviendo el instante de tal o cual foto.
Fue en Bardaï, la ciudad de los mil palmerales infestada de rebeldes, allí donde capté, con tú cámara fotográfica*, mi primera imagen: dos combatientes tubus armados yendo al frente cogidos de la mano. Allí donde, la víspera de nuestra partida, nuestros amigos legionarios habían decidido conducirnos, para un último picnic al pie de "la Mujer Dormida": una montaña con el perfil de una mujer.
( *se refiere a la cámara de su hermano Éric y al Chad)
Chad, 1970. Entrenamiento de los rebeldes tubus en el Tibesti.
Fotografía de Christine Spengler
  […] Éric sonríe. Se encuentra mejor. Tengo la impresión de que poco a poco el espectro del Tibesti se aleja. Le hablo de mi vocación descubierta aquí:
 –Quiero ser reportera de guerra y dar testimonio de las causas justas. Éric no quiere oír hablar de guerra nunca más y me regala su cámara fotográfica:
 –Tú eres la más fuerte de los dos. Tú serás corresponsal de guerra y escribirás el libro de nuestra vida. 
 […] Quince días más tarde, me voy sola a Irlanda del Norte para aprender mi oficio sobre el terreno.
 
[…] Los soldados ingleses han detenido sus tanques y cachean sistemáticamente a todos los transeúntes en busca de armas. Les obligan a ponerse de cara a la pared, las manos en alto. Al cabo de media hora, los fotógrafos allí presentes están hartos: 
 –¿Nos piramos? –dice uno de ellos–. ¡Aquí no hay ninguna foto que hacer! ¿Quién va tomar un whisky al hotel? ¡Esta vez invito yo! 
 Todos le siguen. Yo, como siempre, he decidido quedarme, pues es la única manera de hacer una foto diferente. En la esquina de una calle aparecen tres chiquillos irlandeses, tres pequeños dandys, tocados con insólitos sombreros de carnaval. Viendo a los soldados deciden provocarles y avanzan a su encuentro con las manos en los bolsillos, dándose codazos. Yo pienso: "Si los soldados les ven y les paran para registrarlos, tengo una buena foto. Si no pasan, peor para mí..." Me acerco a los soldados: 
 –Hello! 
 Y ya, como quien no quiere la cosa, apunto hacia la pared. Luego, pego mi ojo al visor y espero. La escena se produce rápidamente: los soldados, tensos, descubren a los niños y les ordenan ponerse de cara a la pared. En el momento preciso en que se agachan para cachearlos, los niños prorrumpen en risas y hacen muecas a los soldados. Disparo una sola vez. Sé que la foto es buena. Estoy segura. Este cliché resumirá la irrisión de la guerra en Irlanda del Norte.
 […] Nada más llegar al aeropuerto de Orly […] llamo al Paris-Match para solicitar una cita. Con gran sorpresa por mi parte, el redactor jefe desea verme lo antes posible. Me apresuro revelar las fotos para que estén preparadas para el día siguiente. 
 Una vez en la revista, despliego mis fotos sobre la mesa. La de la boda en el patio de la cárcel de Long Kesh, en que una joven, sumamente pálida, se casa con un preso del IRA y tira de su vestido blanco enganchado en las alambradas...
 La de la niña del uniforme azul marino pasando por encima de los soldados tumbados en una calle, camino de la escuela. […] La de los niños que me sacan la lengua en medio de la humareda, en Derry.
Belfast, Irlanda del Norte. Fotografía: Christine Spengler

Londonderry, 1972. Fotografía: Christine Spengler

 Me adentré en sus memorias el pasado mes de julio mientras viajaba por el sudeste asiático, por lo que la cercanía a los escenarios y acontecimientos daba lugar a que las líneas latieran con más intensidad o viveza, como me ocurrió con los pasajes ambientados en Camboya.
En Vietnam y en Camboya hace mucho tiempo que la gente ha aprendido a no llorar. Durante estos últimos meses he fotografiado pueblos enteros delante de sus casas calcinadas sin que nadie derramara una sola lágrima. Solamente un niño lloró delante de mí. Fue en mi primer viaje, cuando yo no tenía más que un objetivo 28mm. 
 Me hallaba hablando con el padre del niño en la carretera en el momento que fue alcanzado por una bala perdida. Se desplomó a mis pies en un charco de sangre. Los fotógrafos allí presentes se abalanzaron sobre él para fotografiar su cabeza reventada. Luego continuaron su camino. Yo seguía allí cuando su hijo llegó… 
 El mismo niño que acababa de fotografiar nadando feliz con sus amigos sobre obuses vacíos en el río Mekong. Pensé que puesto que el padre había muerto, puesto que ya nadie le devolvería a la vida (sus camaradas soldados le cubrían ya con su poncho de lluvia), el niño superviviente era lo importante. Él, la verdadera víctima de esta guerra, arrodillado en la tierra batida, agarrando desesperadamente la parihuelas sobre las que yacía su padre, envuelto en su poncho de plástico verde. 
 Fotografié al niño en ese momento excepcional, privilegiado de soledad y de intimidad. El resto de la familia se había alejado. El niño no me veía. Fotografié su llanto sin olvidar, detrás de él, el amenazador mortero. La guerra continuaba… había que darse prisa en enterrar al padre al borde del camino. Yo quería mostrar la fragilidad de su desconcierto y su inmensa soledad. Él, el niño que se había hecho adulto en un minuto y que tenía que afrontar solo su destino, huyendo con los demás bajo las bombas y el napalm en carretas tiradas por bueyes, cargadas de refugiados.
Niños nadando con vainas de bombas en el río Mekong. Camboya, 1974.
Fotografia: Christine Spengler

Niño llorando a su padre. Camboya 1974. Fotografía: Christine Spengler
 Cuando salgo del hotel Continental, a las cinco y media de la mañana, todavía es de noche en Saigón. El altar de los antepasados sigue emitiendo sus reflejos rojos sobre el rostro de la guardiana y su familia, dormidos en medio del pasadizo. En el decimoséptimo piso del edificio negro, Horst me espera. Al ver la única cámara fotográfica  que luzco en mi pecho abre un armario lleno de viejas Nikon abolladas, que pertenecieron a fotógrafos ahora muertos o heridos. Ya son cincuenta y tres los que han perdido su vida en Vietnam. Sus fotos están prendidas en las paredes. 
  –Para tu primer día de guerra, sin duda, necesitas un teleobjetivo. 
  Dócil, le dejo que pase las correas alrededor de mi cuello. Luego, me tiende un par de botas gastadas y unos cuantos rollos de película: 
 –Es muy sencillo, baby, salimos del año de la rata y entramos en el del búfalo: ¡ilústramelo y tendrás el trabajo!
 […] Por la tarde, agotada, vuelvo, en autoestop, encaramada en un camión de la Cruz Roja cargado de sacos de sémola. Por primera vez, me abandono al descanso, a la extraña sensación de seguir viva, sobre este camión fantasma, en contacto directo con el cielo, las nubes, que me recuerdan el Chad. Por primera vez, mi mirada se sumerge en los arrozales, nuevos para mí, extendiéndose hasta el infinito a ambos lados de la carretera.  
 De repente, creo estar alucinando.  
 –Stop! En una charca cenagosa, a unos cuantos metros de un camión militar, un niño soldado se baña con el casco en la cabeza. Es entonces cuando un enorme búfalo entra, a su vez, en el agua. Ahí está mi foto con sus tres elemento: el camión militar, el niño bañándose y, en medio, el búfalo.  
 De vuelta en Saigón, deposito mis filmes en el piso de Associated Press y mi futuro jefe me dice que vuelva dentro de una hora. Al regresar, gigantes americanos, acorazados con sus cámaras fotográficas, me abordan en el vestíbulo y me felicitan: 
  –¡Bravo! ¿Es tuya la foto del búfalo? ¡Tienes la portada del New York Times!  
 Arriba, "Orson Welles" está encantado. Me felicita y me confirma que ya formo parte de la plantilla de Associated Press. Luego me lleva a cenar a un restaurante de Cholon y me regala mi primer collar de jazmín y mi primer vaso de vino. la cabeza me da vueltas, pero no olvido que mañana, a las cinco y media, tengo que irme al frente.
El año del búfalo. Vietnam, 1973. Fotografía: Christine Spengler

 Así de loco y raudo fueron sus inicios en la fotografía y el fotoperiodismo, y a partir de ahí avanzamos en la lectura, un paseo en el que la acompañamos a rememorar su vida. Una vida entre la luz y la sombra; entre su nombre de pila y sus apodos: Red Scarf, Sheitoon o Moonface; entre la vida y la  muerte; entre el color y el blanco y negro, entre Europa y Oriente.

 El episodio en el que más me reflejo aparece ya casi al final del libro, cuando en 1998 vuelve a Camboya con su amiga Dorothée, con la intención de grabar una película documental.
 Al Museo del Genocidio, situado en pleno corazón de la ciudad, voy yo sola. Es un antiguo liceo convertido en centro de tortura por los jemeres rojos. De las paredes cuelgan miles de fotografías de sus víctimas, a las que torturaban antes de enviarlas a los killing fields ("campos de la muerte"), a catorce kilómetros de Phnom Penh. 
 Aún no hay nadie, ni un solo turista en esta mañana, que haya venido al Museo del Horror. La mayoría de los camboyanos, traumatizados, se niegan a acudir y prefieren olvidar los horribles "años cero" (de 1975 a 1979) durante los que murieron exterminados dos millones de jemeres. Recorro la salas repletas de instrumentos de tortura, las minúsculas celdas, los camastros y las paredes manchadas de sangre. Observo que las fotos de las víctimas  se han ido deteriorando con el paso del tiempo… 
 –Pronto dejarán de existir –pienso–; y su recuerdo se perderá para siempre.
 […] Cuando llego al hotel le digo a Dorothée que no puede dejar de ir a filmar Tuol Sleng: 
 –¡Es imposible entender Camboya sin haber visitado Tuol Sleng y los killing fields! –le repito por enésima vez. 
 Como siempre, me responde que no quiere ir, que es demasiado sensible.
 La misma negativa que respondí yo a Pedro cuando cenábamos una noche en Phnom Penh y planteó la visita al Museo del Genocio para el próximo día y los "Killing fields" al siguiente. Yo no quería "hacer un uso turístico del horror", pero él insistió en que la finalidad de aquellos recintos no era la de servir de atracción turística, sino la de ser centros de documentación e investigación, memorial a las víctimas y recordatorio, también para las nuevas generaciones, de lo acontecido en el país.
 Nada más pasar la taquilla y dejarme llevar por el silencio inmenso y los pasos lentos de los que allí estábamos, me di cuenta de la importancia que tenía aquella visita. Respirar el dolor de los retenidos y ejecutados dolía. Ser consciente de adonde es capaz de llegar el ser humano, también dolía. 
 Los visitantes pasábamos de sala en sala, sumergidos en nuestros pensamientos o bien en las explicaciones de las audioguías. Nuestro hijo Pedro se apoderó de una de ellas, convirtiéndose así en nuestro guía particular. Algunas de las grabaciones eran tan interesantes que nos pasaba directamente los auriculares para que las oyésemos al completo. No se saltó ninguno de los audios, y su expresión seria decía mucho de lo que estaba experimentando. Hace unos cuantos veranos quiso viajar con su padre a Francia para empaparse de lo que fue el Desembarco de Normandía y las batallas que allí se libraron; pero puede que éste haya sido su contacto más directo con lo que es una masacre gratuita y desproporcionada en una guerra. Como no encuentro imágenes de nuestra protagonista alusivas a este apartado, os muestro, con todos mis respetos, algunas de las fotografías que realicé en mi visita. Fueron muy pocas; por una  parte, cumplía las normas restrictivas y, por otra, quedé bloqueada por la sensación de tristeza e impotencia.

Entrada al Museo del Genocidio Tuol  Sleng en Phnom Penh, Camboya. Julio 2018
Fotografía: Lucía Rodríguez

Interior del Museo del Genocidio Tuol Sleng en Phnom Penh, Camboya. Julio 2018
Fotografía: Lucía Rodríguez

Interior del Museo del Genocidio Tuol Sleng en Phnom Penh, Camboya. Julio 2018
Fotografía: Lucía Rodríguez

Interior del Museo del Genocidio Tuol Sleng en Phnom Penh, Camboya. Julio 2018
Fotografía: Lucía Rodríguez

"En medio de las tierras devastadas se alza el mausoleo de cristal lleno de cráneos blancos que brillan al sol". Killing fields, Phnom Penh (Camboya). Julio 2018. Fotografía: Lucía Rodríguez.

Killing fields, Phnom Penh (Camboya)
Julio 2018. Fotografía: Lucía Rodríguez

 Como corresponsal de guerra, Christine ha fotografiado los conflictos de Irlanda del Norte, Chad, Vietnam, Camboya, Irán, el Sáhara, El Salvador, Kosovo, Líbano y Afganistán. Tragedias que ahora se camuflan en la sonrisa que muestra en las fotos que aparecen en internet en cuanto googleas "Christine Spengler imágenes".

Collage de Christine Spengler realizado por Lucía Rodríguez con imágenes extraídas de Google

Nota: Los textos a color están sacados de la primera edición de Entre la luz y la sombra. Autobiografía de una corresponsal de guerra, de Christine Spengler, editado por El País Aguilar en 1999. Traducción a cargo de Oliva María Rubio (la primera parte) y Elena Cano, Antonio Roales e Íñigo Sánchez-Paños (la segunda parte).

 Y como no queda otra ya que hablamos de lecturas en el día de hoy, ¡Feliz Día de Libro!

No hay comentarios:

Publicar un comentario