domingo, 5 de abril de 2020

ORIANA FALLACI, LA CORRESPONSAL. RETRATO DE UNA PERIODISTA DE LEYENDA


La corresponsal, de Cristina De Stefano (Editorial Aguilar, 2015)
Fotografía: Lucía Rodríguez

Hace ya tres semanas que se proclamó el estado de alarma por la pandemia de coronavirus, y yo, que soy enfermera, tan solo salgo de casa para cubrir mis turnos en el servicio de Lactantes del Hospital Materno Infantil de Málaga. En mi planta la situación no es tan trágica y penosa como en otros lugares. Por eso, reconociendo el mérito a otros compañeros, mis aplausos de las ocho de la tarde se los dedico a los que están en primera línea, expuestos al contagio y con las emociones a flor de piel.

 El Covid-19 constituye todo un reto para médicos y científicos, supone la pérdida de miles de personas, de seres queridos, y reportará a su paso tragedias personales y económicas que dejarán mellas comparables con las que causan las guerras.
 Pero "guerra", batalla", "lucha" son palabras que no me gusta emplear. Los conflictos bélicos los crean los hombres y esto ha sido cosa de la naturaleza, que se rebela del trato que le damos o que actúa por causas azarosas. La irrupción de un fenómeno imprevisto, como la erupción de un volcán, un terremoto o un tsunami que barriese nuestras costas. El coronavirus ha desplazado de los informativos a todas esas guerras que continúan latiendo en el mundo. ¿Qué ocurre ahora con Siria?, ¿con los refugiados que se desplazan desde Turquía?, ¿con los rohingyas en Bangladesh?, ¿con las pateras que se adentran en el Mediterráneo?, ¿con las guerras de Yemen o Sudán del Sur?

Viñeta de El Roto (Diario El País)

 En estos días de confinamiento retomé la lectura de La corresponsal, la biografía de la periodista italiana Oriana Fallaci que me regalaron por navidades. La empecé en su momento con el entusiasmo de la novedad, pero por falta de tiempo quedó varada en la mesita de noche a cien páginas del final. La vida de la Fallaci es tan intensa, tan fascinante, que retiré el marcapáginas e inicié su lectura desde el principio para volver a meterme de lleno en su historia y acabarla de un tirón.

Oriana Fallaci en Vietnam

 Me pregunto ahora a quién entrevistaría Oriana Fallaci en estos momentos. Ella que se plantó delante de los políticos y de los personajes más importantes de su época –Gadafi, Yasser Arafat, Henry Kissinger, Husayn de Jordania, Indira Gandhi y un largo etcétera– , y los entrevistó de manera peculiar e inquisitiva.
 Además de periodista, Oriana fue una grandísima escritora que vendió millones de ejemplares de sus libros: Nada y así, Penélope en la guerra, Inshallah, La rabia y el orgullo 

Oriana Fallaci delante de su Olivetti. Fotografía: Edoardo Perazzi

 Oriana Fallaci probablemente habría desaprobado este libro, pues nunca quiso que se publicase ninguna biografía sobre ella.
«Nunca he autorizado ni autorizaría nunca una biografía. Te lo he dicho mil veces. Mis abogados han detenido siempre a los que querían escribir mi biografía personal, es decir, la historia de mi vida y de mi familia. Y ya sabes las razones. Una es que no confiaría a otra persona la historia de mi vida; otra que los biógrafos son traidores como los traductores, de forma que, ya sea de buena o mala fe, se equivocan siempre; otra que estoy obsesionada con la intimidad».
 Es evidente que Cristina De Stefano, la autora de esta biografía, no ha seguido los deseos de la Fallaci –fallecida en 2006–, pero también es cierto que nos ha dado la posibilidad de conocer a una gran leyenda, y eso, bien puede perdonarle la falta.

 La lectura de La corresponsal (Oriana. Una donna) nos da a conocer a una referente del periodismo por su estilo propio de escribir entrevistas: tratadas como relatos en las que se posiciona ante el entrevistado y el tema, dejando bien clara su opinión.

Oriana Fallaci entrevistando a Gaddafi
Fotografía: www.oriana-fallaci.com

 La italiana pasó por Hollywood, por Oriente y Asia, por la NASA, por Vietnam, por México, por Líbano..., dejando testimonio de lo que ocurría en el mundo. Cristina De Stefano se vale de la obra escrita por la periodista, de las cartas, de conferencias y de conversaciones con amigos y familiares para introducirnos en los sentimientos, los miedos, las dudas, las luchas, los amores, la fuerza y el magnetismo de la Fallaci. El libro está escrito con ritmo y con un tono de intimidad tan cercano que, a veces, sientes que es la propia Oriana la narradora, como si de una autobiografía se tratara.

Oriana Fallaci entrevistando a Paul Newman en 1960
Fotografía: www.oriana-fallaci.com

 No voy a pisaros nada de la lectura. Descubrid vosotros mismos cómo en sus páginas no solo aparece un icono del periodismo al que los entrevistados temían por su dureza, frialdad y aspereza, sino también una mujer vulnerable, dulce y temerosa, cuya profesión se gestó en su infancia, entre libros y partisanos.
Creció en una casa donde se leía mucho y donde los libros se compraban a plazos. Cosa rara, tratándose de personas de su extracción social, sus padres eran apasionados de la literatura. «Éramos unos pobres llenos de libros, porque mis padres tenían "el vicio de leer", como decían ellos. De manera que la casa siempre estaba abarrotada de libros, que por lo demás eran sagrados. Porque eran un lujo, nuestro lujo, y eran la cultura». Ya adulta contó conmovida que los únicos objetos que su padre le había dejado al morir eran dos grandes volúmenes de la Biblia ilustrados por Gustave Doré. 
 La biblioteca de su casa se encontraba en un saloncito bautizado como la «habitación de los libros» y en su interior el lugar más sagrado era la estantería que contenía los libros de Edoardo. Desde que era niña, Oriana durmió en esa habitación llena de volúmenes. Su cama era un sofá «minúsculo». Uno de los estantes estaba presidido por un gran tomo en cuya cubierta aparecía una mujer con velo que la atraía de forma irresistible, al igual que su misterioso título: Las mil y una noches. Fueron los cuentos de su infancia y la acompañaron el resto de su vida. De hecho, nunca dejó de comprar nuevos ejemplares, con frecuencia en valiosas ediciones antiguas. 
 «El mueble con las puertas acristaladas era mi paraíso prohibido, porque mi madre no me dejaba abrirlo». Tenía nueve años cuando, por fin, le permitieron tocar uno. Llevaba varios días enferma con fiebre y por ello obligada a guardar cama. Al final, su madre abrió la puerta y le tendió un volumen. Era La llamada de lo salvaje, de Jack London. Oriana se enamoró desde las primeras líneas del perro Buck y de su lucha por recuperar la libertad. Se pasó la noche leyendo, mientras su madre refunfuñaba en su cama: «¡apaga la luz! ¿Quieres apagar la luz y dormir?». Años más tarde contó la emoción que le había producido esa lectura. «Buck fue para mí una lección de guerra, de guerrilla de vida. Y, como tal, guio mi adolescencia, la época dorada, la que me llevó a ser lo que espero y trato de ser: una mujer desobediente, que no tolera la imposición, sea cual sea. Otros tuvieron héroes más importantes. El mío fue un perro».
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Desde que tenía cinco o seis años pensaba ser «escritor» (así dijo siempre, negándose a usar el género femenino de la palabra). Era algo que sentía en su interior como una certeza. «¡Eh! ¡Escritor, escritor! ¿Sabes cuántos libros debe vender un escritor para ganarse la vida?», repetía su padre mientras le contaba la vida llena de dificultades de Jack London, entre trabajos esporádicos y periodos de hambre extrema. El tío Bruno la regañaba: «¡Primero hay que vivir y luego escribir! ¿Qué quieres escribir si no sabes nada de la vida?». Y luego le contaba que Tolstói había podido escribir sus novelas porque era príncipe y que Dostoievski ganaba en el casino el dinero que le permitía mantenerse. «Así que entre todos me desanimaron; me metieron en la cabeza que ser escritor era cosa de ricos y viejos. De manera que yo no podía serlo, porque era pobre y joven». Convencida de que debía esperar a tener la edad adecuada y la condición económica justa, empezó a pensar en dedicarse al periodismo, un compromiso que todos en la familia consideraron honorable.
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Oriana, mensajera partisana a los 14 años
Fotografía: orinafallaci.altervista.org
En la Resistencia el nombre de batalla de Oriana era Emilia: se lo había elegido Margherita Fasolo, que había sido su profesora de Filosofía en el colegio y que por aquel entonces combatía con los partisanos. La niña era ingeniosa, llena de inventiva, y la utilizaban sobre todo como correo, para llevar manifiestos, periódicos, mensajes, en ocasiones incluso armas. Si tenía que transportar una bomba de mano, la escondía en una lechuga grande, después de haberla vaciado y colocado en la cesta de la bicicleta. Si había de entregar algún mensaje, doblaba las hojas hasta hacerlas minúsculas y se las metía en las trenzas. Un día, mientras transportaba un paquete de periódicos clandestinos se cayó de la bicicleta y volcó el precioso contenido al suelo. Lo recogió a toda prisa, mirando alrededor, aunque nadie parecía estar prestándole la menor atención. Era muy pequeña y aparentaba menos de catorce años, de manera que pasaba inadvertida.
 Son días extraños, silenciosos y vacíos, y qué mejor manera de llenarlos y de vivirlos que con vidas tan vibrantes y fascinantes como las que encontramos en los libros. Yo ya tengo mi provisión para las próximas semanas. Y los que no la tengáis, recordad que las librerías siguen al pie del cañón llevándote los libros a casa por mensajería.

 El mundo no se va a acabar con el coronavirus. El Covid-19 es solo una piedra más (eso sí, muy grande) de las que nos podemos encontrar en el camino.
A pesar de que Tosca era más dulce que Edoardo, también trataba a Oriana como a una adulta, intentando enseñarle que la vida era una guerra continua que solo se ganaba con la tenacidad: «Un día, mi madre, mientras caminábamos por un camino pedregoso, exclamó "¡Vamos, sigue!". "Cógeme en brazos, está lleno de piedras", respondí yo. Y ella me contestó: "El mundo está lleno de piedras, no tardarás en darte cuenta"».

#QuédateEnCasaLeyendo

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